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México D.F. Jueves 11 de septiembre de 2003
Adolfo Sánchez Rebolledo
11 de septiembre
Los saldos de los atentados terroristas en Nueva York, más allá del dolor causado por la muerte de miles de inocentes en las Torres Gemelas, son nefastos para la humanidad. Los fundamentalistas de un signo y color despertaron a los fundamentalistas del otro, se avivaron los odios, el resentimiento que yace bajo la hipocresía de la homologación cultural forzada de la globalización. Los grandes asuntos pendientes -el combate a la pobreza mundial, la protección contra la devastación del medio ambiente, la regulación de los capitales financieros que saquean como una plaga de langosta las economías nacionales, la inequidad del comercio internacional, los subsidios agrícolas, la supervivencia de regímenes despóticos que anulan los derechos humanos más elementales, las migraciones que cruzan el planeta, en fin, la solución pacífica de las controversias y el establecimiento de la paz mediante el diálogo y la negociación en Palestina y otros puntos candentes- sencillamente empeoraron.
Nadie en su sano juicio puede creer que el mundo es más seguro o menos injusto desde el 11 de septiembre, cuando la guerra contra el terrorismo, es decir, la política militar de Estados Unidos se convierte en la única política posible hasta dominar casi por completo la escena internacional. Pero esa misma sensación de incertidumbre y temor retroalimenta a los nuevos y viejos halcones de Washington.
La llamada doctrina Bush, que autoriza a Estados Unidos a actuar contra las amenazas aun antes de "que terminen de formarse", ha convertido a las organizaciones internacionales, incluida Naciones Unidas, en entidades morales sin capacidad para influir realmente en el curso de los acontecimientos. Ninguna fuerza u organismo multilateral tiene la capacidad de oponerse por mucho tiempo a los dictados estadunidenses, a la arrogancia del poder que lucha por establecer su hegemonía en todos los rincones del Imperio.
Tras el 11 de septiembre, el presidente Bush ha librado dos guerras en forma para acabar con la amenaza potencial del terror. Y, a pesar de todo, el peligro terrorista no cede. Primero fue por Osama Bin Laden hasta Afganistán. Allí destruyó lo que poco quedaba en un país miserable, cansado de guerrear, y en lugar del gobierno enloquecido de los talibanes colocó a las facciones adversarias que le ayudaron a minar su resistencia. El mapa político de la región cambió radicalmente y Estados Unidos, o sea, el presidente Bush y el grupo al que representa ganaron la primera batalla contra el enemigo universal que ocuparía en el imaginario imperial el espacio que dejó el comunismo. Pero el fantasma del terrorismo resultó inasible: Bin Laden escapó y el vaquero-presidente se quedó frustrado, sin escenificar el duelo a muerte hollywoodesco que había prometido a las galerías.
Más tarde, ante el azoro del mundo civilizado, Estados Unidos fabricó las pruebas para justificar una nueva guerra contra Irak. Auxiliado por el laborista Blair, Bush elevó una vez más el tono de las amenazas y la retórica del nuevo fundamentalismo de la derecha cristiana que quiere justificar lo injustificable: someter a la sociedad entera a la lógica de la defensa de sus propios y particulares intereses, como acertadamente los escribió Norman Mailer:
"Los estadunidenses tienen una especie de mística enloquecida: la idea de que pueden hacer cualquier cosa. Sí, dicen los conservadores patrioteros, podremos enfrentarnos a lo que se avecina. Tenemos los conocimientos y la capacidad para hacerlo. Superaremos los obstáculos. Los conservadores patrioteros creen verdaderamente que Estados Unidos no sólo puede gobernar el mundo, sino que debe hacerlo. Si no se atiene a ese compromiso con el imperio, el país se irá al traste y el mundo le seguirá. En mi opinión, éste es el subtexto principal del proyecto iraquí."
La campaña iraquí, en efecto, sirvió para alardear las innovaciones al estilo ciencia ficción de la tecnología bélica y, desde luego, cumplió la promesa de echar abajo al régimen brutal de Hussein. Pero Saddam escapó y Bush descubrió que la guerra de verdad (donde las balas del enemigo también matan) apenas comenzaba.
La pretensión de crear al día siguiente una democracia a imagen y semejanza de la estadunidense, echando mano de la morralla política y religiosa que por muy distintos motivos se había enfrentado al baazismo, se transformó en una grotesca y trágica caricatura.
La pax americana devino palabrería, mera ocupación militar en pos del botín representado por el petróleo. La victoria de la coalición sobre las tropas de Hussein dio carta de naturalidad a las peores previsiones. Jay Bookman, en The Atlanta Journal-Constitution, en un texto citado por Mailer, advirtió:
"Esta guerra, si se produce, pretende señalar el nacimiento oficial de Estados Unidos como imperio mundial de pleno derecho, poseedor único de la responsabilidad y la autoridad como policía planetario. Sería la culminación de un plan que se remonta a hace 10 años o más, llevado a cabo por quienes creen que Estados Unidos debe aprovechar la oportunidad de dominar el mundo, aunque eso suponga convertirse en los imperialistas americanos que nuestros enemigos han afirmado siempre que éramos."
Y en ésas estamos. El terrorismo no ha desaparecido, pero la humanidad sigue sin escuchar las lecciones de la historia. Hoy 11 de septiembre.
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