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México D.F. Sábado 20 de septiembre de 2003

DESFILADERO

Jaime Avilés

Rulfo, Paz y el ninguneo

La fiesta por los 50 años de El llano en llamas actualizará los mitos sobre la creación Pedro Páramo

MADRID. ESTO ES, al menos, lo que se cuenta por aquí. En 1981, el jurado que estaba por discernir el Premio Cervantes de Literatura, considerado como el Nobel para los escritores de nuestra lengua, tenía dos finalistas. Ambos eran mexicanos: Juan Rulfo y Octavio Paz. Uno había dejado de publicar hacía 28 años y su trabajo se reducía a dos títulos. El otro era dueño de una obra monumental y había recorrido con admirable y reiterada maestría los caminos de la crítica, la historiografía y la creación poética.

El primero llevaba una vida discreta, lejos de los círculos literarios, entregado a su familia, a su granja, a su empleo burocrático en el Instituto Nacional Indigenista y a sus cuatro pasiones íntimas: la música, la lectura, las excursiones campestres y la fotografía de paisajes rurales, actividad que ejercía con modestia desde joven, pero también con una grandeza que hoy, 17 años después de su muerte, empieza a ser reconocida y celebrada unánimemente por su carácter excepcional.

El segundo era impetuoso y tempestuoso, había estado en todas partes y siempre en el lugar políticamente correcto. En la España de la guerra civil apoyando a la República; en la Europa de la Segunda Guerra Mundial contra el nazismo; en el París de la posguerra junto a Sartre y los existencialistas, y luego con los disidentes del bloque soviético durante la guerra fría. Embajador que dimitió a su cargo para subrayar su oposición a los excesos autoritarios del gobierno mexicano en 1968; máximo interlocutor de la izquierda vernácula, a la que estimuló intelectualmente como nadie mediante audaces y continuas provocaciones, había tejido una espesa red de contactos con los poderes institucionales y metaconstitucionales, con Televisa en el centro y por encima de ellos, para convertirse en el poeta oficial del Estado.

Rulfo no acababa de comprender por qué, año con año, en los más insospechables lugares del mundo, tanta gente continuaba empeñada en publicar tantos libros acerca de los suyos, que por otra parte seguían traduciéndose a tantas lenguas. A pesar del interés universal que existía por su obra, ésta había recibido pocos premios en México: el Xavier Villaurrutia, en 1955, por Pedro Páramo, y décadas más tarde el Nacional de Letras. Paz había acumulado, en cambio, todos los galardones imaginables, sin hablar de las condecoraciones extranjeras y otros abalorios, pero necesitaba el Cervantes para entrar en la antesala del verdadero Nobel.

Había, sin embargo, un problema: a diferencia de Rulfo, Paz no era miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, requisito que los jurados de la Real Academia Española juzgaban indispensable para proclamarlo triunfador. Y alguien que estaba enterado del asunto, lo llamó por teléfono y se lo explicó.

Sin perder un minuto -esto, no lo olvidemos, es lo que al menos se cuenta por aquí-, Paz buscó a José Luis Martínez, presidente de la Academia Mexicana de la Lengua, y le hizo ver que por una omisión atribuible sólo al descuido, al desgano, o tal vez a la perversidad intrínseca de algunos de sus miembros, movidos quizá por la envidia y el recelo -el poeta solía argumentar así: era el amo de la intriga paranoica-, aquella decorativa institución no lo había incorporado a su claustro.

Martínez le respondió con una primicia: los académicos por él encabezados le tenían reservada una sorpresa, que no harían pública sino cuando fuera llegado el momento oportuno. Entonces lo invitarían a formar parte de ellos. Paz no quedó contento. "Si eso ya está decidido -dicen que dijo-, necesito que me lo comuniquen oficialmente de inmediato." Y una vez que tuvo en sus manos la ansiada carta de aceptación, la envió por correo urgente a esta bulliciosa villa y corte de Madrid, que se despide con tristeza del verano donde ahora, entre tapas de boquerones en vinagre y pinchitos morunos con aceituna y anchoa, voces que no quieren ser identificadas me platican el desenlace.

Académico al vapor, Paz obtuvo en efecto el Premio Cervantes, versión 1981, y dos años después, vestido de frac y de manos del rey de Suecia, recogió el Nobel, pero no volvió a acordarse de la Academia Mexicana de la Lengua y mucho menos de escribir y presentar ante sus cofrades el indispensable discurso de recepción... un trámite que Rulfo, cosas de la vida, tampoco cumplió jamás. Aunque se los merecía todos -con mayor derecho que nadie-, lo suyo no eran los homenajes ni los premios.

Un escritor improbable


La gran fiesta conmemorativa que ha comenzado con el objeto de conmemorar los primeros 50 años de la publicación de El llano en llamas, actualizará, por qué no, los mitos que giran en torno de la experiencia creativa de Rulfo. El más extendido de ellos, pero también el más injusto, postula que el gran maestro jalisciense no escribió Pedro Páramo, sino que esta novela era un borrador sin pies ni cabeza y que al pasar por las manos de Juan José Arreola, Antonio Alatorre y Alí Chumacero adquirió los retoques y el acabado final que hacen de ella una cima inalcanzable.

Arreola, que era un charlista desmesurado y fascinante, afirmó alguna vez ante un público extasiado por sus invenciones verbales, que Rulfo le pidió auxilio porque no sabía cómo resolver los problemas estructurales de su novela. Y con absoluto desenfado, como consta en una cinta de video grabada por el cineasta Juan Carlos Rulfo que presenció la supuesta infidencia, el autor de El miligramo prodigioso dijo que aventó al aire el montón de cuartillas tachonadas y manoseadas mil veces, y que después se agachó para tomarlas del suelo y apilarlas sobre la mesa, creando una estructura aleatoria, determinada por el azar.

Alatorre, uno de nuestros sabios inabarcables en lo que a conocimiento de la literatura mexicana se refiere, no ha desmentido los infundios que le otorgan el falso mérito de haber "corregido"Pedro Páramo hasta dejarlo tal como lo conocemos. Por lo que toca a Chumacero, esta página ignora, bien a bien, en qué forma la maledicencia ha engendrado las fantasías que le conceden el honor de haber "rescrito" la pieza más importante de nuestras letras después de los poemas de Sor Juana, pero en una emisión radial, hace unos meses, Germán Dehesa ofreció a su auditorio la siguiente exaltación de su amigo: "Qué tan grande no será Alí Chumacero, que agarró una cosa llamada Los murmullos y la devolvió convertida en Pedro Páramo".

Quienes trataron a Arreola con asiduidad y genuino afecto, saben que durante el discurso de aquella intervención teatral, cuando inventó el cuento de las páginas revueltas, no estaba sino burlándose de sus oyentes y de sí mismo, pero también celebrando su vinculación histórica, indisoluble, con su colega, tocayo y paisano. Poco antes de morir, sin embargo, enfermo y atornillado a la silla de ruedas en que se movía por su estudio, olvidó de repente lo que estaba pensando y le soltó a uno de los hijos de Rulfo que esa mañana lo visitaba: "Yo soy un escritor probable, como muchos, pero tu padre fue un escritor improbable".

¿A qué se refería con esto? Desde luego, a la naturaleza irrepetible del genio de Rulfo, sobre cuya autenticidad, como creador insólito, no puede caber la mínima duda. Una prueba de ello es el original mecanografiado de Pedro Páramo, que en 1954 entregó a la imprenta del Fondo de Cultura Económica para su publicación, el cual es idéntico, de cabo a rabo, a la copia que se conserva en el Centro Mexicano de Escritores, "encuadernada con pastas gruesas de color verde y lomo de cuero del mismo color", tal como la describe el investigador Juan Manuel Galaviz de la Universidad Veracruzana, en un amplio análisis publicado en 1980 bajo el título "De Los murmullos a Pedro Páramo", recopilado a su vez por Federico Campbell en La ficción de la memoria. Juan Rulfo ante la crítica, el espléndido volumen que Era y la UNAM han puesto en circulación en estos días.

En ese trabajo, Galaviz examina el mecanuscrito "de ciento veintisiete páginas mecanografiadas, sobre las que se advierten correcciones del propio Rulfo: casi todas esas correcciones, y algunas supresiones, están hechas en tinta negra, con letra y trazos del autor. Unas pocas correcciones están hechas con tinta azul (tal vez bolígrafo) y parecen el resultado de una lectura ulterior del original. [...] Para la división de los varios fragmentos integrantes de su novela, Rulfo emplea solamente un poco de espacio. La falta de indicaciones más precisas se presta a ligeras confusiones cuando una página del original comienza tras un punto y aparte y no resulta claro si es el comienzo de un nuevo fragmento narrativo. Fuera de esas imprecisiones secundarias, el cotejo del original con la obra impresa es relativamente fácil y muy ilustrador respecto al interesante trabajo de lima tan característico en Juan Rulfo".

Hace dos o tres años, La Jornada Semanal difundió un artículo que revelaba algo increíble y no obstante demoledor: al comparar los originales del gran cuentista estadunidense Raymond Carver con los textos que fueron publicados bajo su firma, el investigador descubrió que aquellos eran bastante más largos y farragosos que éstos, y que la concisión y la sorprendente fuerza expresiva de los remates en algunos párrafos claves se debían en realidad al ojo crítico y al buen oído del editor, no del artista. Algo semejante se ha dicho acerca de Franz Kafka, de quien, según hallazgos recientes, hay una inmensa distancia entre los originales incompletos y confusos que su amigo Max Brod salvó del fuego, y los libros inigualables que hoy duermen en las bibliotecas del mundo.

Quienes hurguen en los archivos de Rulfo -y forman legiones las personas que se dedican a ello hace décadas-, jamás encontrarán indicios de la supuesta impotencia creativa que se le achaca. Esa infamia, digámoslo con toda claridad, sólo fue producto del ninguneo del aparato oficial de la cultura mexicana que, bajo la batuta de Paz, nunca dejó de inventarle deméritos sin fundamento para tratar de opacar su grandeza. Pero si la burocracia literaria invirtió sus notables ingenios en la vana empresa de poner en duda la honestidad autoral del genio de Apulco, por alguna razón olvidó preguntarse de dónde provenía el tremendo vigor poético de El llano en llamas, un libro que hoy, 50 años después de su aparición, nos muestra la paciente construcción de esa geografía árida, sangrienta e inconsolable -salpicada de pueblos ruinosos, habitados por almas sin destino ni esperanza- que detonara el universo espectral de Comala.

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