El terremoto que arrasó la capital del país el 19 de septiembre de 1985, dejando un terrible saldo de muerte y sufrimiento, fue también el comienzo del despertar nacional. En efecto, a pesar de que el país está expuesto a sismos, la falta de preparación y el fatalismo de las autoridades encargadas de hacer frente a los desastres naturales fue total, como lo fue también la impotencia y la parálisis del gobierno neoliberal de Miguel de la Madrid Hurtado, cuyos funcionarios se preocuparon más por sacar de los escombros los bienes de capital que de salvar las vidas de los atrapados por los derrumbes.

El terremoto, desde el punto de vista negativo, dio así una lección política de primera importancia sobre el carácter real del aparato estatal y sobre los intereses sociales a los que éste sirve mientras habla de democracia y de bienestar general.

Al mismo tiempo, desde el punto de vista positivo, mostró el enorme caudal de iniciativa, solidaridad, hermandad, humanidad y capacidad de trabajo y de autorganización que existía en la juventud y en las clases populares, que se lanzaron desde el primer momento a socorrer a las víctimas y a evitar pillajes. Los jóvenes que, trabajando con herramientas improvisadas, de inmediato cumplieron con su deber humanitario y suplieron las terribles carencias gubernamentales, demostraron que no necesitaban órdenes ni líderes, que eran ca- paces de organizarse y tomar iniciativas oportunas y acertadas, mientras el aparato burocrático demoraba en ponerse en movimiento. Esta también fue una lección magistral de sociología, de sicología social y de política.

El descrédito de un gobierno insensible e incapaz, así como la capacidad de sentir en carne propia las injusticias y de reaccionar ante ellas fueron, en 1985, precedente de la movilización nacional contra el fraude que le dio el gobierno a Carlos Salinas de Gortari en 1988, violación del voto que fue una intolerable afrenta a las clases populares y que reafirmó que la democracia proclamada oficialmente era una burla y que la democracia real dependía sólo de la intervención popular.

El surgimiento del neocardenismo en 1988 fue a su vez base para el zapatismo chiapaneco de 1994, tras agotar las gestiones políticas para evitar una catástrofe social y económica a los campesinos de la región y ante la política de Salinas de Gortari (de desprotección del campo y la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte) que demostraba una vez más que el aparato estatal en vez de proteger a quienes lo necesitan los castigaba frente a ese otro sismo que es el poder de las trasnacionales y del capital financiero internacional. Quienes encararon las tareas de socorro en el Distrito Federal en 1985 sacudieron los cimientos del régimen priísta en 1988 y defendieron en 1994 a los rebeldes chiapanecos contra la represión militar, imponiendo la paz.

Por eso, el 19 de septiembre, día infausto, fue también el comienzo de un despertar político del pueblo mexicano. Si bien todavía están ahí los damnificados por el terremoto y no hay verdaderos planes de viviendas antisísmicas que eviten repetir la catástrofe, el México de hoy ya no es lo mismo, desde el punto de vista social y cultural, que el de 1985. El parteaguas fue señalado entonces y desde entonces por la solidaridad y la organización populares.