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México D.F. Lunes 10 de mayo de 2004

Hermann Bellinghausen

Al quinto trago

No es la caída lo que mata, sino chocar contra el suelo, clac.

Lo decía como si supiera. Es decir, como si le hubiera sucedido y muerto estuviera ya. Sí, niños hemos sido todos, pero a él era el único tema que le interesaba desarrollar. La infancia perdida. Sí hombre, le decía yo, y luego, Ƒqué más?

Tú no sabes lo que es venir de un hogar destruido, decía él, y yo replicaba está bien, tienes razón, y luego, Ƒqué más da?

Pero se tenía esa peculiar lástima de los que no se saben aliviar el dolor antiguo. El olvido es sano, lo intentaba convencer. La vida duele pero sigue. Y él con los ojos disentía y en sus dientes trituraba un no.

Déjate en paz, déjate ahí, le decía tratándolo de calmar, de cambiarlo de canal y que soltara las costras de la herida. Ven, vamos a divertirnos, a pensar que no siempre es necesario pensar. Y él no, no y no.

Crecidos estábamos, él y yo. Carajo, Belardo, olvida tus desgracias, oye Salomé, perdónalos a todos, por favor. Su padre alcohólico y ausente, su madre una mujer convencida de que pudo ser mejor, su hermano grande un comerciante trapacero, su hermana una mujer que pudo ser mejor.

Tuve hambre muchas veces, lamentaba. Y yo, pues lo estimaba, me di tiempo en insistirle tuviste hambre y miedo, pero ya no. Ya-no, ya-no, se burlaba amargamente de mis ''positividades'', así como desdeñaba mis intentos de hacerlo entrar en razón. Es que no sabes, tuviste una infancia normal, cualquier otra infancia estoy seguro puede ser mejor que la que me tocó.

Y eso qué, alegábale. A ver si sueltas ya tu estúpido tambor. Y él no, no y no, cualquier infancia tiene amor y la mía no, no y no.

Belardo por favor. Y él asentía. Negando, que si lo conozco yo.

ƑNecesitas piedad? Bastante lástima te tienes tú. Y Belardo nada, no entendía y me jalaba del hombro para llorar mejor. Mejor. Qué en este pinche mundo, Belardo, le decía yo, puede ser mejor.

Mira, ten y toma, bébete esta cerveza por los dos. Amigos de años y semanas, cuántos viajes compartimos últimamente, cuántas veces nos hemos visto el uno al otro encontrar eso que a falta de otro nombre llamamos amor.

Su triste infancia, el abandono, el trauma del destete como explicación del sufrimiento universal. Pura tontera. Al menos supo al unísono conmigo que ninguna terapia o confesor es digno del íntimo y verdadero sufrimiento. Decía padecer la falta del amor originario, el que hace a la gente gente. Pero tú eres gente, le decía, y Belardo, clavándome sus expresivos ojos de loco eventual replicaba con su palabra favorita: no.

In extremis, argumentaba de viva voz, Belardo, tú caes, yo caigo, todos caemos, no hacemos otra cosa que caer, pero no hemos tocado el fondo y en el trayecto aún hay cosas por las cuales vale la pena un sí que, aunque provisional y sin futuro, dejas que te alivie de la definitiva y final negación.

Y él, hirsuto como era, espinoso nopal, pesimista sin remedio, después del quinto trago, el alma suavizada y sus ojos en mis manos, canicas turbias, concedía provisionalmente, okey mano, nada más por ser tú, y porque hace sol y porque estás enamorado y te perdono esa felicidad, yo que no perdono nada, deja que te diga una cosa: orita me siento mejor.

Eso, mano, le decía a mi vez. Sé que él sabía que una infancia de abandono no impide que en la edad adulta, por un par de minutos, la vida ilumine con brillos de oro auténtico la hojalata del estúpido corazón.

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