México D.F. Domingo 19 de septiembre de 2004
Néstor de Buen
Viejos temas
Querétaro, entrañable, generoso en su llave. Interminable la noche del Grito, nos reúne a un grupo de laboralistas, de aquí y de allá, para discutir de muchos temas, convocados por la Sociedad Internacional de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social que celebra aquí el sexto Encuentro Regional Americano.
Me toca desarrollar el tema de la huelga. Así nada más. En la que se suele llamar -a mí no me hace demasiado feliz el término- una conferencia magistral.
Pero, curiosamente, veamos el entorno. Gracias a Francisco Garrido Patrón, gobernador constitucional del Estado, trabajamos nada menos que en el Teatro de la República, donde entre los meses de diciembre de 1916 y enero de 1917 se discutieron los términos de la nueva Constitución. En el escenario, que no deja de ser impactante, aparecen clasificados por estados los nombres de los 220 diputados; no me pregunten cómo los eligieron cuando la mitad del territorio nacional la ocupaban villistas y zapatistas. En medio el nombre del entonces primer jefe Venustiano Carranza, convocante de aquella reunión.
Uno prepara las intervenciones haciendo esquemas que, a veces, sigue cuidadosamente. Pero en los minutos previos surgen ideas que dan tiempo para otra nota borroneada entre líneas. Así fue en este caso en que, ya a punto de subir al podio y ver allí atrás los nombres de Carranza y sus diputados y recordar las fracciones 17 y 18 del artículo 123 original, lo único que se me ocurrió preguntarme y preguntar a los asistentes cómo era posible que ese Congreso Constituyente haya aprobado con entusiasmo elevar el derecho de huelga a la suprema garantía constitucional, cuando seis meses antes el señor Carranza había puesto en vigor su inolvidable decreto del 1Ɔ de agosto de 1916, en el que establecía que los huelguistas fueran sometidos -como en efecto lo fueron- a un jurado militar con la discreta pena de muerte como posible sanción.
La violación por Carranza de la Constitución entonces vigente fue notable: ley nueva posterior a los hechos y tribunal militar para civiles. Lo curioso es que ese primer tribunal declaró que no había delito ni era el tema de su competencia. Furioso, Carranza destituyó a los miembros del tribunal, consignó al agente del Ministerio Público e integró otro jurado también militar. Se inició otro proceso que de nuevo perdonó a los reos salvo al entonces recién nombrado secretario general de un sindicato nuevo, el Mexicano de Electricistas, Ernesto Velasco, que fue condenado a muerte.
No se murió, al menos por eso, ni por el susto. Intervino Alvaro Obregón y le cambiaron la pena por la de prisión perpetua que, si no me equivoco, carecía de fundamento constitucional. Algo es algo. Y meses después del 5 de febrero de 1917 en que Carranza promulgó la nueva Constitución que convertía la huelga en garantía constitucional, Velasco quedaba en libertad.
Cuentan las malas lenguas, don Jesús Silva Herzog, si no recuerdo mal, que Velasco ya no quería ser dirigente sindical.
La huelga, que hoy sería de un servicio público, habría merecido otras sanciones en nuestros tiempos, seguramente tan ilegales como aquella; además de las declaraciones de inexistencia acompañadas de actos expropiatorios a pesar de ser Luz y Fuerza propiedad del Estado. O requisas, si se hubiere tratado de una empresa de comunicaciones.
Pero hoy la huelga, en algunos casos, se ha convertido en arma letal... de los empresarios. Si la producción es excesiva: en casa o en el mercado mundial, por ejemplo automóviles, a las empresas les pueden convenir unas casi vacaciones para salir del exceso de producción colocado desde antes de la huelga con distribuidores ajenos, al menos formalmente.
O si no hay oportunidad de una huelga de esas, que pueden durar varios meses con desesperación total de los trabajadores, la fórmula pueden ser los famosos paros técnicos: dejar de trabajar dos semanas y sólo te pago una, también utilizados en algunas empresas automotrices. Y sin permiso de las juntas de conciliación y arbitraje, dicho sea de paso.
La amenaza evidente es que, de no aceptarse los términos del paro técnico, la otra alternativa es el desempleo, la peor de las amenazas para los trabajadores.
Todo indica que las empresas ya se adaptaron a las huelgas, como los microbios a la penicilina. Pero la imaginación de los trabajadores es infinita. Hay otras muchas soluciones. Cuestión de pensarlas un poco y decidirlas democráticamente.
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