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México D.F. Domingo 19 de septiembre de 2004
Bárbara Jacobs
Sombrero de ala gris
Un día Lunas llegó con la evidente intención de no hablar. Después de anotar un par de frases en el pizarrón y de indicarnos que desarrolláramos lo que suscitaran en nosotros, se sentó ante su escritorio vacío, frente al grupo de alumnos y, tras quitarse el sombrero de fieltro y hacer girar el ala entre los dedos, guardó silencio.
Lo estuve observando a él antes de escribir lo que yo pensara de lo que él anotó. Estaba ensimismado y quería aparentar lo contrario. ƑEn qué estaría pensando? Me pareció que algo lo perturbaba. Movía la quijada de derecha a izquierda, como si la hilera de dientes superiores no "embonara" lo suficientemente bien sobre la de los inferiores. No hacía ruido porque no es que estuviera rechinando los dientes; más bien, quería que encontraran una posición natural que lo hiciera perder la conciencia que le provocaba que no la tuvieran. Si uno, si yo, lo observaba más de lo prudente, corría el riesgo de gritar de desesperación.
De ahí que yo cambiara de punto de mira y me fijara en lo que nuestro profesor había escrito con gis blanco a lo largo del pizarrón negro sobre la base de madera acanalada, en donde descansaba el borrador.
"Aunque creas genuinamente en él, nunca elogies a un escritor que tenga poder", rezaba la primera frase o, tal vez, máxima. Yo estaba de acuerdo con ella, por más que no pudiera descartar la de beneficios de los que me privaba al estarlo. Elogia a un escritor famoso y verás todo lo que obtendrás: un premio aquí, una beca allá, según la gradación de los elogios y la intensidad con que los escribas y lo bien que los hagas publicar.
"Llega un momento en que todos los grandes escritores transmiten lo mismo. Elige a uno de ellos, por supuesto muerto, que sea con el que más cerca te sientas, y conócelo a fondo", sentenciaba la segunda frase. Aunque con más dificultad que con la primera, con ésta yo también estaba de acuerdo sólo que, si en aquel momento me habría sido imposible citar a un solo autor del que me sintiera más cerca que de todos los demás, el paso del tiempo, paradójicamente, me lo imposibilita aún más.
Ahora ya conozco mejor a uno o dos escritores; no sólo he leído toda su obra, sino también cuanto se ha escrito sobre ellos. Pero, Ƒcómo elegir a uno y descartar al otro? Y, Ƒqué hacer cuando te sientes cerca no de un par sino de una decena, digamos?
Cada tanto alzaba yo la vista de mis hojas a medio llenar y observaba a mi profesor. No cambió de postura mientras duró casi la totalidad de su hora de clase, así como tampoco dejó de hacer girar la parte baja de la copa de su sombrero gris ni, menos, de mover la quijada, de allá para acá.
ƑCuál sería el autor al que él habría elegido? ƑPor qué nos advertía contra la adulación a los poderosos cuando, a nuestra edad, en nuestra condición de preparatorianos, no necesitábamos nada, es decir, nada que nuestros padres mal que bien no nos pudieran dar? Sin embargo, ahora que me he convertido en escritora, qué clara me parece la advertencia y, querido profesor, qué fácil de seguir. Será cuestión de personalidad, pero, Ƒme imaginan a mí adulando a Equis para conseguirme algún reconocimiento?
Por lo que hace a la segunda frase, Ƒqué daría yo por haber encontrado ya al autor en el que apoyar mis tanteos y mis devaneos; qué daría por contar con un solo autor al que poder recurrir y citar sin que, al hacerlo, me llevara entre sus patas?
Estaba por terminar la clase cuando, como despertando de un doloroso sueño, Lunas reasumió su calidad de maestro y nos dio un consejo para saber leer. Además del de concentrarse (lo cual en aquella época nos costaba más que nada), nos hizo ver que, si repetíamos las palabras aun en voz baja atrasaríamos el ritmo y que, para no caer en esta manía, lo recomendable era meterse la lengua entre los dientes al ir leyendo cada página..
Para entonces ya había cruzado la pierna, y balanceaba el pie como si estuviera leyendo uno de los libros de su autor elegido. Sus alumnos íbamos entregándole nuestras páginas. Alcancé a ver que alguno de nosotros tomó las máximas como una sola que debía repetir cien veces, con el ánimo, sin duda, de seguirla, memorizada.
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