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Hugo Gutiérrez Vega
SOBRE ARGENTINA Y LOS ARGENTINOS (II Y ÚLTIMA)
Borges inventó a Argentina y Argentina inventó a Borges. Entre el país y su escritor se estableció un juego de espejos que distorsionaban, completaban, deshacían y rehacían las imágenes y las sombras. Por eso la Argentina de Borges es, a la vez, real e imaginaria. Existe en las cartas geográficas al sur del continente y se extiende en la imaginación de Borges como una tierra legendaria, primera y última Thule perdida y recuperada todas las madrugadas. Borges, que fue todos los hombres “menos aquel en cuyos brazos desfallecía de amor Camila O'Gorman”, es el poeta más inteligente y poderoso de su tiempo histórico. La lengua de los persas, los jardines de las ciudades del oriente, los barcos vikingos navegando en el alba pálida del norte, poetas anglosajones que nunca existieron, compadritos muriendo en las riñas puñaleras, tangos canallas, la pampa que nunca acaba, las luces de la ciudad desde el muelle oculto por la niebla dramática, la sangrienta luna de Quevedo y el tigre ardiente de Blake... todo gira en la cabeza incansable de un poeta que fue, es y será todos los hombres de todos los tiempos, mientras camina por una calle abierta al sol y duerme bajo la sombra de los grandes árboles en el cementerio suizo.
En 1964, dos argentinos, un puertorriqueño, dos venezolanos y un mexicano, echamos a andar el Grupo de teatro latinoamericáno de Roma. Nuestra sede fue el Teatro Goldoni, una pequeña sala palaciega situada en las inmediaciones de Piazza Navona. Nuestras dos primeras obras fueron: El amor de Don Perlimplin con Belisa en su jardín y el Retablillo de Don Cristóbal, de Federico García Lorca, y ofrecimos la primera función a Rafael Alberti, que acababa de llegar a Roma procedente de su casa a orillas del Panamá.
Tany Giser y Elba Fonrouge eran las actrices argentinas del grupo. Las recuerdo con admiración y afecto. Ellas me presentaron a Saulo Benavente, hombre de teatro en el más amplio sentido, y me mantuvieron al tanto de todo lo que había pasado, pasaba y pasaría en la escena argentina. Elba venía de Bucarest y estudiaba teatro en Roma. Hermosa e inteligente, nos hablaba del Buenos Aires vivo en el Teatro Independiente y en el Florencio Sánchez, así como en las estupendas escuelas de actuación. Tany, especialista en el teatro de marionetas, había conocido a don Jacinto Grau, el dramaturgo español exiliado en Argentina (el pobre señor soportaba con buen humor la fama de “gafe” que lo acompañó toda su vida), y sabía todo lo necesario para enfrentar con éxito los retos planteados por ese realismo directo y sin concesiones del teatro de los muñecos que nacen, viven y pueden morir en escena.
Teatro, literatura, mares, ríos, montañas, trópico, grandes planicies, personas, cielos abiertos, viento incesante, por todo este quiero a ese país mítico y real llamado Argentina. Al pensar en mis pasos por Buenos Aires caminan por mi cabeza Male y Manuel Puig, mis argentinos emblemáticos. Juntos vimos películas de los treinta y cuarenta, escuchamos viejas canciones y mezclamos en Río de Janeiro los aires de Italia con los de Argentina. Al escribir estas notas pienso en General Villegas, el pueblo de Manuel, en sus personajes demasiado humanos y en su país del que huyó y al cual regresó para siempre. Los argentinos siempre regresan al sur, como lo hacen las aves cuando sienten la llegada del frío.
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