Engaños de la revolución verde
Siempre pensé, que la denominación “república bananera” había sido fruto de la imaginación sarcástica de algún escritor aventurero. O, por qué no, algún calificativo peyorativo de los turistas nórdicosoccidentales que cotidianamente viajan a los países caribeños a disfrutar de unas merecidas vacaciones en complejos turísticos tapiados, aislados del exterior y custodiados por guardias con fusiles que asustan.
Pero no. Me equivocaba. En mis estancias por Nicaragua pude conocer la dura realidad. La avaricia enterró bosques y selvas. Arrasó con poblados y culturas, desplazando todo lo autóctono. Desde formas de vida hasta cultivos. Ahogó al pequeño campesino que plantaba cacao porque sus ancestros lo habían plantado toda la vida. Le obligaron a vender sus tierras y de ellas nacieron miles de bananos. De agricultura de subsistencia se pasó al monocultivo industrial y despiadado. A él lo esclavizaron en las “fincas amarillas” a cambio de un sueldo con el que jamás podría emanciparse. Al lado de las fincas surgieron como moscas atraídas por la comida, prostíbulos y tabernas donde escapaba, olvidaba y dejaba lo poco que ganaba. Los barracones donde dormía eran nidos de enfermedades y símbolo de la decadencia humana con la que el dinero riega todo aquello que toca. Mejor no ponerse enfermo. Había que esperar el tren para ir a un hospital y allí, las condiciones de atención y salubridad eran lamentables. Del patrón y de los capataces... ¿para qué hablar?
Poco a poco, la “fiebre amarilla” se fue extendiendo por mediación de muchos protagonistas. Primero fueron dictadores y militares. Cuando éstos se convirtieron en demasiado incorrectos y estrambóticos para la opinión pública, llegaron los presidentes, ministros y diputados. Todos hijos del mismo padre, representando la misma obra de teatro, pero con diferentes escenarios y coreografías.
A miles de kilómetros del lugar de los hechos, los más niños descubrían los angelicales bananos gracias a las genuinas travesuras de Maguila el Gorila y otros celebérrimos primates.
La televisión y la publicidad abrían el apetito, sumaban clientes y mostraban esa cara exclusiva, inocente y afable de una fruta lejana que llevaba en su interior muchas vidas truncadas. Todos los cabos estaban atados y el mecanismo funcionaba sin grandes contratiempos. Pero en este proceso, nuestro héroe pasó de la felicidad e independencia al martirio y a la pesadilla.
“Sin darse cuenta”, las empresas multinacionales colonizaban a la fuerza un territorio más en nombre de los dividendos, del progreso y del dólar, sin pedir permiso. Estaba naciendo un cuarto trastero más de las transnacionales, se estaba constituyendo una nueva “república bananera”.
Con la “revolución verde” de la química y la tecnología aplicada a la agricultura, se establecieron algunos mitos que ineludiblemente iban a cambiar la suerte del mundo: mayores y mejores cosechas, eliminación de las plagas, comida para todos, trabajo, ganancias, bienestar, etc. La ciencia y el capital habían encontrado en la tierra lo que Dios ofrece en el cielo: la panacea, el éxtasis, el paraíso que la manzana prohibida y la serpiente habían alejado de nuestra raza.
Pero la realidad, algunas décadas después, es otra. No siempre se dan mayores ni mejores cosechas. El mundo está repleto de millones de hambrientos que viven en situaciones de marginalidad porque la “revolución verde” nunca incidió en el principal problema existente: el desigual reparto de la riqueza. La aplicación de químicos en los cultivos y su mecanización supusieron un cambio radical en las formas de producción agrícola. Este hecho denominado “revolución verde”, alcanzó su esplendor en la década de los sesenta del siglo pasado, aunque se había iniciado con anterioridad.
Ahora las plagas cada vez son más resistentes. Además, muchos ríos, mares, tierras y alimentos están contaminados y adulterados. Se ha constatado una importante pérdida de la biodiversidad. Cada año hay cientos de miles de campesinos y obreros que mueren y enferman por intoxicaciones con químicos. Y el bienestar prometido existe, pero una vez más se lo repartieron unos pocos. La “revolución verde” supuso un antes y un después en la relación del ser humano consigo mismo, con la sociedad y con la naturaleza. El trabajador de la tierra sufrió una metamorfosis.
Se proclamó enemigo declarado de un medio ambiente con el que antes cooperaba y se relacionaba. Esta coyuntura fue ideal para el sistema bancario, que revoloteó siempre alrededor en busca de beneficios a toda costa. Solamente ofrecía ayuda a los cultivos estratégicos y siempre a cambio de intereses elevados. No tuvo en cuenta las sequías, inundaciones o las malas cosechas. La expropiación era la respuesta.
Posiblemente, este fenómeno sea una de las causas más determinantes de la desigualdad y miseria de América Latina hoy en día, pues decenas de millones de personas empobrecieron e iniciaron un éxodo hacia las grandes urbes en busca de un futuro mejor. Conformaron círculos de pobreza y barrios marginales. Lugares sin servicios básicos en ciudades sin posibilidades. Caldo de cultivo idóneo para la pobreza, delincuencia, desempleo, subempleo, analfabetismo, maltrato familiar, machismo, prostitución, alcoholismo y drogadicción.
Esta realidad contrasta con los privilegios y lujos de una clase rica minoritaria. Descendiente de colonos europeos que siglos atrás se establecieron en estas tierras y se repartieron el botín. Que acumularon fortunas y tierras a cambio de explotación y humillación. Sin importarles lo más mínimo, los pueblos, sus gentes y un medio natural que hasta ese momento había convivido pacíficamente con el humano.
Ahora es patente el gran engaño que supuso la “revolución verde”. No ha solucionado los problemas que se propuso, porque simplemente nunca fue engendrada para fines solidarios. Más bien todo lo contrario. Su razón de ser es el negocio, el dinero y el mercado. El enriquecimiento a toda costa. Independientemente de cualquier consecuencia económica, social o ambiental.
Por eso, cada vez más, el costo de la “revolución verde” erosiona la esperanza del agricultor que se ve atrapado y sin futuro. Que no puede liberarse de sus garras. Observa atónito las crisis, los vaivenes del mercado, los precios que tocan fondo, la indiferencia de los gobiernos, etc. Se ve engullido en eso que llaman globalización, en aquello otro que se denomina libre mercado. Está en medio de un torbellino del que no puede escapar. Sin futuro, sin ilusión. La “revolución verde” no soluciona los problemas que tiene, el estado de excepción en el que se encuentra.
La historia del dibromo cloropropano (de ahora en adelante DBCP) es la triste historia de un agroquímico que empezó a ser utilizado en latifundios y fincas, en varios países del mundo, a finales de los años 60 del siglo XX.
La crónica que presento a continuación es la de una tragedia anunciada. Las transnacionales vieron en este compuesto químico sus ventajas económicas y no el peligro intrínseco que representaba para las personas y el medio ambiente. Ya en las mismas pruebas de laboratorio iniciales, se detectaron consecuencias negativas para las personas. Los engranajes corporativos tuvieron que emplearse a fondo y, así, el químico fue aprobado entre malabares hasta extenderse rápidamente por diversos países del globo, incluido Estados Unidos.
En 1999, la revista International Journal Occupational Environment Health, resumía duramente esta tragedia cuando afirmaba textualmente que “El animal de laboratorio paso de la rata y el mono al trabajador humano…”.
Fue así como este hijo de la “revolución verde” y del capital, encontró en las repúblicas bananeras su hábitat ideal para emprender su particular pesadilla de pobreza, enfermedad y desesperación. Países dejados de la mano de Dios. Ilocalizables en el atlas. Inexistentes para ese colectivo etéreo denominado “opinión pública mundial”.
Países que ofrecían grandes extensiones de tierras fértiles, legislaciones incompletas y débiles, ignorancia generalizada, administraciones públicas tolerantes, abundante mano de obra barata y violencia gratuita cuando se requería. Todo en un mismo paquete. Demasiado tentador para el color verde de los billetes.
En mis visitas al municipio de El Viejo en la zona occidental de Nicaragua, pude ser testigo de la secuela fúnebre del DBCP. Debo resaltar que la lucha en torno al DBCP es una lucha de clases: en un extremo, la rica y poderosa, que empleó diferentes tácticas para que el químico fuera legalizado y comercializado. La que se enriqueció con su venta y aplicación sin importarle lo más mínimo las consecuencias en las personas; la que maneja el gran negocio de los bananos en el mercado mundial. Ahora, varias décadas después, elude cualquier responsabilidad legal y social.
En el otro extremo, un proletario agrícola pobre que buscaba en las bananeras un mínimo de dignidad humana a través del trabajo remunerado. Que únicamente recibió las migajas del gran pastel, mientras convivía diariamente con la presencia del DBCP y otros inventos de la “revolución verde”. Es el mismo colectivo humano que ahora sufre las enfermedades derivadas del químico, en un clima de desatención gubernamental y corporativa. Que diariamente raciona las fuerzas de un cuerpo desgastado, entre la difícil odisea de vivir y la angustiante búsqueda de justicia.
Una lucha internacional, cuyo icono ha quedado registrado en las marchas y campamentos de los obreros nicaragüenses que, en los últimos años, se establecieron varias veces en los jardines frente a la Asamblea Nacional , en Managua. Allí montaban sus casas de cartón o colgaban sus hamacas, siempre a la espera de que el poder político hiciera algo por ellos. En dicho lugar confluían la tragedia del pasado, la lucha del presente y la esperanza del futuro.
En definitiva, la historia del DBCP no es más que la prueba de la existencia de las “primaveras silenciosas” que ya nos advertía Rachel Carson allá por el año 1962. Con esta obra profética se articulaba y daba sus primeros pasos el movimiento ecologista que hoy forman millones de personas en el mundo. Sin embargo, ya era muy tarde para los protagonistas de esta historia, para las víctimas humanas del DBCP.
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