yer, en el Centro de Readaptación Social de Ciudad Juárez, Chihuahua, ocurrió un violento enfrentamiento –originado, al parecer, por una riña entre bandas de reos rivales– que dejó como saldo, según información del gobierno de la entidad, una veintena de muertos y al menos seis heridos, tres de ellos de gravedad.
La reiteración de estos episodios en varias cárceles del país es indicativa de la exasperante falta de capacidad de las autoridades para poner orden y hacer cumplir la ley en los centros de reclusión, pero también, en un sentido más amplio, de una devaluación de la condición humana en general que es presenciada y padecida por la sociedad en su conjunto, y que se expresa al mismo tiempo en el ámbito económico, en el que la crisis actual ha depreciado los ingresos de los sectores mayoritarios y que cientos de miles de historias de sufrimiento humano son reducidas a simples indicadores estadísticos.
Es por demás alarmante que, en casos como el que se comenta, esta degradación sea permitida e incluso alentada por el propio Estado: las autoridades penitenciarias han permitido que prevalezcan, en la mayoría de los reclusorios, condiciones infrahumanas de subsistencia y, en consecuencia, han propiciado que esos centros se conviertan en espacios de negación rotunda de la legalidad, del estado de derecho y de las condiciones humanitarias más elementales. Los supuestos encargados de llevar a cabo los procesos de rehabilitación y reinserción social de los reos han demostrado –con episodios como el ocurrido en el penal de La Mesa, en Tijuana, donde se perpetró una masacre a mansalva de presos por agentes de las policías federal y estatal– que las intenciones de venganza y aniquilamiento de delincuentes están por encima de los compromisos de procuración e impartición de justicia. No puede omitirse que estos sucesos tienen como telón de fondo un discurso oficial empeñado por caracterizar a los delincuentes como enemigos
y hasta como traidores a la patria
, y la obstinación gubernamental en mantener una política de seguridad que se niega sistemáticamente a ver el fenómeno de la criminalidad en su complejidad social y pretende confrontarlo únicamente por medio de una represión policial y militar, cuya legitimidad se ve regularmente sometida a cuestionamiento por las violaciones a los derechos humanos que suele conllevar.
El nivel de civilidad de un país no sólo se mide en el trato a sus ciudadanos comunes, sino también en el que se da a los infractores a la legalidad y en la capacidad del régimen para garantizar el respeto a los derechos humanos de todos sus ciudadanos, sin importar su condición legal, social, económica o política. En esa medida, México vive una situación de barbarie por demás alarmante, y una degradación moral que se reproduce, por desgracia, en sectores de la opinión pública que se congratulan con escenas como la de ayer y que claman por la aplicación de la pena de muerte para los delincuentes.
Por último, la evidente pérdida de control oficial en las cárceles del país, además de resultar ilustrativa del grado de corrupción que se ha alcanzado en tales establecimientos, abre la perspectiva de que el control y la seguridad de esos centros sean encomendados a las fuerzas armadas, como ocurre ya con diversas ciudades del país y con casetas de peaje carretero en distintos puntos del territorio nacional. Por esa vía bien podrían seguir, además, las aduanas, los aeropuertos y otras instalaciones estratégicas. Lo grave de esa lógica no es sólo que no haya suficientes uniformados para desempeñar todas las tareas que les son requeridas, sino también que, llevada a sus últimas consecuencias, las autoridades civiles acabarían por abdicar de sus responsabilidades de gobierno en favor de los militares.