urante una reunión con congresistas hispanos en la Casa Blanca efectuada ayer, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, informó que visitará México a mediados del mes próximo. El anuncio, confirmado posteriormente por la Presidencia mexicana, se produce unos días antes del arribo a nuestro país de la secretaria de Estado estadunidense, Hillary Clinton, programado para el 25 de marzo.
Ambas visitas tienen como telón de fondo el reciente recambio en la presidencia de la nación vecina, la severa crisis que se abate sobre las economías de ambas naciones a consecuencia de la catástrofe financiera mundial en curso y, en el terreno político, las críticas formuladas por distintos sectores de la clase política de Washington contra las autoridades mexicanas por la creciente violencia y la corrupción endémica, así como las fuertes respuestas del gobierno calderonista a tales señalamientos.
Tales elementos, en conjunto, han puesto en evidencia la pertinencia y necesidad de una redefinición general y profunda de la relación bilateral para reorientarla a la atención de problemáticas comunes a ambos países, como el desastre económico y la corrupción y la delincuencia que se desarrollan en ambos lados del río Bravo. Es significativo al respecto que los dos temas que, según comunicados de las autoridades estadunidenses, dominarán la agenda del político demócrata en su visita a México sean precisamente la migración y el narcotráfico, fenómenos que se encuentran estrechamente vinculados con la falta de oportunidades de desarrollo y con el pésimo estado de la economía nacional en las últimas décadas, a consecuencia de las directrices económicas impuestas desde Washington. Adicionalmente, el auge de la delincuencia organizada y del narcotráfico en particular, tanto en México como en Estados Unidos –donde las autoridades no han podido frenar el tránsito y la distribución de sustancias ilícitas, ni el envío hacia el sur de armas, precursores químicos y dinero– es reflejo de una descomposición en las esferas institucionales de ambos países que se traduce en corrupción e impunidad.
Ante esta perspectiva, cabe esperar del gobierno de Felipe Calderón un ánimo realista para comprender que si el fin de la era Bush supuso un cambio en las prioridades del gobierno estadunidense, la actual coyuntura obliga a nuestra nación a establecer, de conformidad con esos cambios, nuevos términos en la relación con la mayor potencia del planeta. De igual forma, y sin que ello implique necesariamente dar la razón a quienes califican equívoca y malintencionadamente a México de Estado fallido
, el calderonismo debiera reconocer que persiste un descontrol en amplias franjas del territorio y que el auge de la violencia, además de acabar con miles de vidas humanas, ha hundido al conjunto de la población en el temor y la zozobra. Asimismo, es obligado que la administración actual comprenda que en tanto no se combatan las causas originarias de la delincuencia (la desigualdad, la pobreza extrema, la marginación, la destrucción de los entornos agrícolas y la falta de empleo, entre otras) no podrá haber una política viable de seguridad.
Washington, por su parte, tendría que cobrar conciencia de que ante la crisis actual, en vez de cerrar sus fronteras y recrudecer las políticas de persecución en contra de los migrantes ilegales, lo pertinente es avanzar hacia la construcción de un acuerdo migratorio y a la apertura del mercado laboral a la mano de obra mexicana, a efecto de evitar una caída estrepitosa en la competitividad estadunidense y un drama social mayúsculo al sur de la frontera común, que se traduciría en descontrol, más violencia y, a la postre, mayores flujos migratorios.
Durante los últimos ocho años, el empecinamiento de George W. Bush por imponer a México una agenda acorde con sus políticas de seguridad nacional y dominada por la guerra contra el terrorismo
, y la obsecuencia de las autoridades mexicanas para con las paranoias oficiales del país vecino, implicaron la desatención de las verdaderas problemáticas comunes. Las reuniones que se avecinan constituyen, en suma, una oportunidad para que los gobiernos de ambas naciones reconozcan tales problemáticas, las atiendan y avancen en la consolidación de una nueva relación en la que prevalezcan elementos de racionalidad, un sentido de cooperación y la búsqueda de beneficios para ambas poblaciones.