Opinión
Ver día anteriorDomingo 3 de mayo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Tristeza
D

esde los aciagos días posteriores a los terremotos de 1985 no habíamos vuelto a ver tan triste a nuestra amada ciudad de México. Se siente un ambiente de desolación: las calles semivacías, los cafés, restaurantes, fondas y demás sitios de encuentro, cerrados, con improvisados letreros en las puertas que anuncian la medida, gente sin rostro, embozada con tapabocas y la mirada triste o angustiada.

Son los efectos del nuevo virus de influenza porcina, aunque ahora dicen que en realidad no viene del puerco, pero por lo pronto ya le cancelaron a México la compra de carne de cerdo en el extranjero. Las cifras del día que escribí esta crónica, jueves 30 de abril, son de un total de ocho muertos comprobados por la OMS, así es que el virus no parece ser tan letal. Según especialistas en la mayoría de los casos se cura sólo, como sucede con las gripas. Aunque todavía no hay vacuna, ya hay los medicamentos que lo alivian, lo cual sucede con gran rapidez. La eficaz actuación gubernamental ha sido reconocida en todo el mundo y la situación parece estar bajo control.

Los costos en muchos sentidos han sido terribles; las pérdidas económicas, incuantificables. La medida que tomó el gobierno capitalino de cerrar todos los sitios de comer o tomar un café, fue para muchos exagerada e innecesaria, ya que esos sitios tenían ya de por sí muy baja concurrencia, con lo que era inaplicable el argumento de las aglomeraciones; esto ha provocado pérdidas de alrededor de 150 millones de pesos diarios y pone en riesgo 450 mil empleos directos y 900 mil indirectos.

El comportamiento de la población ha sido ejemplar, al acatar las instrucciones que los medios difunden interminablemente; esta capacidad de comunicar masivamente y los avances de la medicina son dichas que nuestros antepasados no tuvieron y las epidemias los diezmaban despiadadamente.

Recordemos lo que dice el Calendario de Navarro de 1851, sobre la epidemia de cólera que azotó a la ciudad de México un año antes: “Las calles silenciosas y desiertas en que resonaban a distancia los pasos precipitados de alguno que corría en pos de auxilio; las banderas amarillas, negras y blancas que servían de aviso de la enfermedad; las boticas apretadas de gente; los templos con las puertas abiertas de par en par con mil luces en los altares, la gente arrodillada con los brazos en cruz y derramando lágrimas... A gran distancia el chirrido lúgubre de carros que atravesaban llenos de cadáveres.

Los panteones de Tlaltelolco, San Lázaro, El Caballete y otros, rebozaban de cuerpos: de los accesos de terror, de los alaridos de duelo se pasaban en aquellos lugares a las alegrías locas y las escenas de escandalosa gritería, interrumpida por cantos lúgubres y por ceremonias religiosas. En el interior de las casas todo eran fumigaciones, riegos de vinagre y cloruro, calabazas con vinagre atrás de las puertas, la cazuela solitaria del arroz y la parrilla en el brasero, y frente a los santos, las velas encendidas.

El método curativo era casi peor que la enfermedad: Al primer síntoma de ataque, propine grandes locaciones sobre el espinazo, los riñones y el vientre alternativamente con aguardiente alcanforado y agua sedativa durante un cuarto de hora; en seguida friegas sobre las mismas partes con pomada alcanforada; al mismo tiempo se administrará al enfermo cinco gramos de acíbar en varias tomas con copitas de aguardiente alcanforado. Si ha tenido costumbre de tomar aguardiente, dese con un poco de alcanfor en un cocimiento de borraja y lúpulo o semen-contra, por partes iguales. Se le administrará un lavativa vermífuga. Se le aplicará sobre el vientre una cataplasma vermífuga haciéndole al mismo tiempo las friegas de pomada alcanforada sobre el espinazo. Si el mal resistiera a estos remedios, en último caso se le administrarán dos granos de calomelano en polvo, o 12 granos en pedacitos y en seguida aceite de ricino. Después.... descanse en paz ¿no cree usted?