n el contexto del Día Internacional contra el Uso Indebido y el Tráfico Ilícito de Drogas, el presidente Felipe Calderón atribuyó ayer la muerte del cantante Michael Jackson a un uso indebido de drogas. Lo hizo sin que se conocieran aún los resultados de la autopsia al cuerpo del artista. No es la primera vez que el mandatario se adelanta a conclusiones de los médicos forenses. Están aún presenten en la opinión pública sus declaraciones adjudicando la muerte de la anciana indígena Ernestina Ascensión Rosario a una infección intestinal, cuando diversos testimonios señalaban que había fallecido como resultado de una violación perpetrada por militares en la Sierra Zongolica.
No contento con adelantarse al cuerpo médico forense de la ciudad de Los Ángeles, California, el jefe del Ejecutivo consideró que el problema de las adicciones también se debe a que los jóvenes no creen en Dios, porque no lo conocen
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Tal afirmación preocupa por partida doble. Primero, porque el consumo de drogas no es un fenómeno concentrado exclusivamente en la juventud. Segundo, porque convierte una cuestión de fe, como es creer o no en Dios, en una cuestión de salud pública.
Como lo demuestran multitud de estudios, el uso indebido y excesivo de drogas trasciende el ámbito juvenil. El consumo de cocaína, por ejemplo, está extendido incluso entre ejecutivos y profesionistas de clases medias y acomodadas, muchos de ellos de edad madura. La adicción a somníferos, ansiolíticos y antidepresivos sin prescripción médica se concentra entre adultos. Hay consumidores de mariguana de todas las edades. Señalar que el problema de las adicciones es un asunto de jóvenes es una invitación a criminalizar a los muchachos y muchachas.
Afirmar que la cuestión de la drogadicción proviene de la no creencia en Dios es una irresponsabilidad y una falta de respeto hacia ateos y agnósticos; es una invitación a darle a la guerra contra las drogas una connotación religiosa. No hay relación alguna entre fe y uso de estupefacientes. Quienes consumen éstos son, indistintamente, creyentes y no creyentes. Dios nada tiene que ver en este asunto.
Muchos narcotraficantes, no pocos de ellos adictos, son creyentes. Lo mismo levantan capillas a Malverde, que adoran a la Santísima Muerte o hacen generosas donaciones a iglesias y cultos. Su fervor religioso, explicable en parte porque su vida se encuentra en continuo riesgo y sus actividades trasgreden las más elementales normas morales, contradicen las afirmaciones presidenciales.
Como lo demuestra el estado actual del mundo, las creencias religiosas que amedrentan a los fieles, en particular a los niños, con sus doctrinas de salvación y condena, no son muy útiles para evitar guerras ni corrupción ni, por supuesto, tráfico de drogas. No necesariamente obtenemos de la religión nuestra moralidad o nuestro respeto a las leyes.
La fe de los políticos pertenece al ámbito privado. Nada tiene que hacer en el terreno de la salud pública. La tribuna desde la que se dirigen a la nación no puede confundirse con el púlpito.