okio, 1959. Un estudiante coreano es acusado de haber violado y asesinado a dos mujeres jóvenes. Luego de ser condenado a pena capital, se le ejecuta en la horca. Para sorpresa de magistrados y verdugo, el joven mantiene intactos sus signos vitales, aunque perdió la memoria. El juez se desentiende del asunto (he cumplido con dar la orden, el resto ya no me incumbe
), el sacerdote también (su alma ya no está entre nosotros
), y sólo quedan los policías frente a un ser apático e inerme que ha perdido toda noción de responsabilidad moral.
En Muerto por ahorcamiento (Koshikei, 1968), el realizador japonés Nagisa Oshima (La ceremonia, 1971; El imperio de los sentidos, 1976) señala una de sus rupturas más memorables con la tradición fílmica de su país. A partir de un suceso de la nota roja y con una narración que combina la farsa y la reflexión política, el humor negro y lo fantástico (una comedia del absurdo, resumía el propio director), la película es teatralización de la realidad social y cuestionamiento muy directo de una de las tentaciones más socorridas del autoritarismo, la aplicación de la pena de muerte.
Desde el inicio de la trama, este crimen de la sociedad, cuyo propósito es castigar la conducta criminal, muestra sus inconsistencias. El joven protagonista razona: Si es malo que yo haya matado, entonces es igualmente malo que a mí me maten
, o como concluye el historiador de cine Donald Richie en One hundred years of japanese cinema: Mientras el Estado siga legalizando la absoluta maldad del crimen a través de las guerras o de la pena de muerte, todos somos inocentes
.
Oshima desmonta el absurdo de la pena capital escenificando ante los ojos perplejos de R, el joven homicida, la reconstitución teatral, marcadamente brechtiana, de episodios de esa vida suya de la que nada recuerda, desde su conflictiva infancia con un padre alcohólico y una madre impotente hasta las primeras manifestaciones de su impulso criminal, todo ello actuado por los propios policías que desean condenarle al cabo de esta absurda operación didáctica.
A través de este procedimiento que incorpora la propuesta teatral al lenguaje fílmico y hace del crimen una pulsión de deseo compartida, casi de igual manera, por el transgresor y sus perseguidores, el cineasta japonés ofrece el espectáculo de una institución judicial pervertida desde su interior. En algún momento de la escenificación, el director del penal cede al impulso de ahorcar él mismo a una joven, en su esfuerzo por ilustrar el modo de operar del acusado. Esta confusión deliberada entre los actos criminales y el ejercicio de impartición de justicia sirve para explorar el fondo de las conductas delictivas, ampliándolas desde el caso de un individuo desprovisto de identidad y memoria, hasta el de un sistema social que se perpetúa fabricando nuevos delincuentes a partir de condiciones de miseria sexual y económica.
Con otro lenguaje, y con intenciones abiertamente reformistas, el cineasta japonés Kenji Mizoguchi había denunciado, en los años 50 (La calle de la vergüenza), la persecución judicial de la prostitución y su total ineficacia.
Lo interesante de Oshima –director iconoclasta de 26 años, en ruptura con el cine de sus antecesores, émulo de Godard, y como él infatigable innovador del lenguaje fílmico– es haber mezclado en Muerto por ahorcamiento, filmada en el emblemático 1968, la política sexual y la crítica a las estrategias obsoletas de control social en un relato novedoso, a la vez teatral y cinematográfico, que transita sin empacho del realismo a lo fantástico, con escalas obligadas en el humor negro. Sus temas mantienen hoy una vigencia innegable y el rescate de esta cinta es apenas una de las muchas sorpresas –la mayor parte, inéditas en México– que para el resto del año tiene en reserva la Sociedad del Cine Tlatelolco.
La cinta se exhibirá el próximo viernes 10, a las 20.30 horas, y el sábado 11, a las 17.00. en el Centro Cultural Tlatelolco (www.tlatelolco.unam.mx).