Lágrimas y risas
anto aprender como enseñar es divertido. Yo me divierto mucho aprendiendo (lo poco que aprendo, cierto) y desde luego enseñando (labor en la que creo me aplico más, lo cual sin duda implica un desequilibrio). Mas me divierto igual en ambos lados de lo que suele llamarse el proceso educativo y que desde mi punto de vista sólo es un diálogo entre los que quieren aprender algo que de alguna manera ya saben (si no, cómo el acercamiento) y los que de alguna manera (de todos conocida) saben que ignoran, y bastante.
Pero estábamos en la diversión. Alguna vez en Guadalajara mi querido Negro Guerrero me preguntó, para la radio de la universidad pública de allá: ¿Qué onda con el sufrimiento?
Casi la misma pregunta me la hizo en dos ocasiones. Sólo anotaré la segunda respuesta: Sufro mucho pero me divierto más
. Y no era falso.
En 1995 (ya llovió) publiqué dos libros, uno de prosa, otro de verso. El primero, de artículos periodísticos, hizo reír a muchos, y eso que traía escritos sobre los suicidas, los abandonados, sobre los que no saben bailar y cosas así de tristes. El otro no sé si haya hecho llorar a nadie (tengo mis sospechas), pero sí que conmovió, al menos con algunas de sus líneas, a más de uno, de una, y de una pareja.
En mis talleres me divierto mucho. Por las mismas fechas intenté comenzar otro libro –dictado, por lo demás– con la siguiente frase: Mi idea de felicidad es el taller
. Ya no estoy tan seguro de ello, pero tampoco tan inseguro. Acaso mi idea de alegría, de contento, de escape cómico, pero serio, de lo que suele imponérsenos como realidad
(what?), se dé en esos espacios para mí privilegiados, donde ciertamente la emotividad, la emotividad en alto grado, también está presente.
Quisiera respecto a esto último mencionar que en los dos recientes talleres que (los de los miércoles, tengo otros) he dado, se ha abordado el tema del suicidio de la madre de uno de los asistentes. Y que en otro que coordiné en la Casa del Poeta ya hace tiempo una mujer tímida, de lentes, con poco más, imagino, de 40 años, nos contó (porque de realidades, ironía de ironías, la poesía se trata) cómo de pronto, en un aniversario de la muerte de su madre, el cuadragésimo, la sintió junto a ella –que leía un libro en la penumbra–. No sé si por fin o de nuevo lloró. Lo que sé es que lloró lo que antes no había llorado. Con dulce alivio. Hice un poema sobre el suceso. Ella, por su parte habrá hecho el suyo.
Lo curioso es que en los talleres nos vamos de uno a otro extremo, por tan sólo quedarnos en las lágrimas y las risas, sin (como en los velorios) casi transición.