uando viajo, no llevo cámara y no tengo un recuerdo literal de lo que he visto. Tomo apuntes: mi caligrafía es tan mala que cuando trato de leerlos necesito un paleógrafo a mi lado y si lo tuviera no acertaría a dar pie con bola o mano con letra.
Hace poco viajé a Chile y Argentina y lo asenté en este mismo espacio; tomé muchísimas notas, traté de descifrarlas y me encontré con fragmentos inconexos: quizá pueda hilvanarlos.
En esta ocasión llevé cámara, me la prestó mi hija y no me animé a sacarla: me siento impotente y creo que pierdo el tiempo: el tiempo me lo cobra y opaca el recuerdo.
Observé con envidia y malestar a los viajeros colocando mecánicamente sus aparatos sobre los paisajes, animales y gente, haciendo gala de la tecnología moderna.
Dependen enteramente de ella: una pareja de brasileños –son numerosos en Atacama–, sobre todo el marido, sacan fotos a la menor provocación, nos hacemos amigos y después de preguntarme asombrados por qué no tomo fotos, me dicen que si les doy mi correo ellos me las mandarán.
Bueno, agregan, unas cuantas porque ya viste que mi marido sacó más de 2 mil; me curo en salud y no se los doy, estoy segura de que se comportarán como se han comportado siempre los amigos que se hacen en un viaje –con muy pocas excepciones–; tuve esa triste experiencia hace poco en la India con varias parejas de ingleses y de indios que me juraron amor eterno y me prometieron enviarme todas las fotos donde yo salía –muchas–, mismas que nunca recibí y además ni siquiera contestaron a mis correos; su amor era semejante al de los adolescentes que cuando terminan la secundaria suelen materializar su cariño en dedicatorias que antes escribíamos con tinta y manguillo en álbumes encuadernados en color rosa, álbumes cuyas páginas estaban repletas de dibujitos de corazones atravesados y de las frases habituales,nunca te olvidaré
, para mi mejor amig(o)a de su mejor amigo(a)
y ahora se inscriben con plumón en camisetas blancas, como las que adornan la de mi nieta Sofía, un amor eterno: dura lo que dure la tinta, el papel o la camiseta.
En Atacama hay un museo de sitio, ostenta los vestigios de los sitios arqueológicos aledaños; lleva el nombre de Lepaige, jesuita belga que en la década de los 50 decidió explorar la zona, antes virgen, y que exhibió en el museo, junto a los distintos objetos encontrados, las numerosas momias halladas por él en los alrededores, quizá en los restos de cabañas construidas con piel de llama, brea y lodo.
Mi primer guía se llamaba Danilo, no pude evitar asociarlo de inmediato con el Tanilo de Rulfo, aunque éste no sea un peregrino triste y enfermo que viaja a Talpa para encomendarse a la Virgen, sino un hombre alto, guapo, con cola de caballo, allendista, historiador, arqueólogo, mitómano, orador y, en fin, el guía más experimentado de la zona a quien todos admiran: los otros guías, sus jefes y, claro, nosotros los turistas.
Pertenece a esa raza humana peculiar que encuentra su máxima felicidad en pastorear humanos convertidos en ovejas por obra y gracia de las agencias de viaje. Nuestro guía, ya lo dije, habla sin cesar, como si fuera dirigente político o locutor de una radio local; cuenta chistes sin parar y de inmediato me recuerda a los múltiples guías que mi destino de viajera solitaria me ha obligado a frecuentar, por ejemplo, un chofer llamado Agustín que me recogió en el aeropuerto de Calama para ir a San Pedro; me aturdió todo el viaje porque hablaba muy alto –tal vez pensó que era yo sorda– y se dirigió a mi llamándome abuelita, cosa que jamás le perdonaré.
Estos guías, con excepciones, son parecidos a esos guías indios, con el agravante de que éstos descienden de un linaje proverbial, el de la casta de los guerreros, ya obsoleta y sin embargo vigente por el sistema de castas que sigue rigiendo en la India y, justamente por ello, trataban a los turistas como si fuéramos soldados de infantería, es decir, humanos perfectamente desechables.