l fenómeno sexagerario del rocanrol –desvirtuado, masificado, comercializado a escala estratosférica, emputecido mil veces– conserva en sus verdaderos creadores una sabiduría estratégica que le permite sobrevivir: no olvida su sonido básico, su humilde orígen semitecnológico: los beats de Chuck Berry o Elvis Presley, los limitados compases del rythm & blues. El rock crudo.
Ya ven durante la resaca generacional a fines de los años 60. Las grandes bandas venían de vuelta de la sicodelia, de volar hasta las estrellas en una lisérgica borrachera de coros, orquestas, cítaras, arpas jarochas, sintetizadores, exquisitos abusos del pedal gua-gua (Hendrix, Zappa, Page) y las distorsiones de la voz. Todo
cabía en el rock. Y entonces los Beatles se bajaron a Lady Madonna y los Rolling Stones saltaron con Jumpin’ Jack Flash, que en términos estrictos de lo que es y significa el rock, sigue siendo la mejor rola jamás escrita.
Más adelante, otros retornos a la base cruda salvarían al rock reblandecido de los 70 y 80 con el gargajo punk, que muy a su pesar alcanzó perfección interpretativa: lira fina, bajo exacto, bataca recia, rabia y seducción en las voces. Ya ven The Clash, Television, Patti Smith Group.
Desde entonces, la diversificación ha sido inmensa: reggae, hip-hop, metal, trash, metal sinfónico, mestizo mediterráneo, progresivo, house, jazz, salsa, los ritmos del mundo
. Van y vienen plomos a la Vaughan Williams y La Guerra de las Galaxias, toda clase de efectos operáticos, agradecibles raptos de funk y lamentables rutinas pop.
Pero siempre hay nuevos músicos que abrevan en las limpias aguas minimalistas del good ol’ rock’n roll. A su modo, también fue la aportación del grunge de Seattle. Dos duetos de este milenio han trabajado con tino y concentración tal crudeza: los seminales hermanos de White Stripes, y ese fenómeno de la naturaleza llamado The Kills.
Jack White nos acostumbró a riffs que Keith Richards aprobaría, y también Slash; a dejarnos claro desde Elephant (2001) que escuchó bien a los viejos Kinks y entendió lo que realmente quiso decir Jimi Hendrix; que se puede ganar respeto siendo altanero todo el tiempo. Repitió algo de esta dosis en su proyecto intermedio The Raconteurs (2008).
Por su lado, la pareja británica de The Kills se echó a rodar con una guitarra, una caja de ritmos y algunos gadgets más. Más portátil no se puede ser. Y fueron regando la rabia y la gasolina de la insinuación sexual. Moteles, departamentos de pocos tiliches, carros, bares. La voz escalofriante de Allison Mosshart. Un sonido básico, crudo y total.
En lo que puede ser sólo otro proyecto colateral de Jack White (todos sus proyectos parecen colaterales a él mismo, que como pocos de su generación se comporta como si supiera lo que hace), The Dead Wheather lo junta con una Mosshart más agresiva que nunca. Arman cuarteto con Jack Lawrence y Dean Fertita, con un resultado no lejano a los Pretenders. White no pulsa sus habituales guitarras, sino que acomete el instrumento vacante de su hermana Meg: la batería. Con una precisión que quita el aliento.
Grabado y concluido en Nashville, of all places en febrero pasado, Horehound (Third Man Records, 2009) es tal vez la declaración de independencia más importante del rock crudo en muchos años. Las desafiantes rolas de la banda no disimulan un referente clave, y tal vez inersperado en White y en Mosshart: Bob Dylan.
Cometen un herético cóver de New Pony del Dylan setentero como si de punk satánico se tratara (Tuve un pony/ se llamaba Lucifer
) y dan una actualización ad hoc de When The Ship Comes In (1963, que Dylan estrenó con Martin Luther King al lado) en Will There Be Enough Water: ¿Habrá agua suficiente/ cuando mi barco llegue?// Y cuando me largue a navegar/¿habrá suficiente viento?
Nocturno, oscuro, elemental, con este primer disco (quién sabe si habrá más) The Dead Wheather demuestra mejor que nada estos días, y que nadie a la redonda, que el rock vive y goza de una salud alarmantemente buena. Las fuerzas del mercado no han podido con él. Será porque el rock le nació por dentro, y gente como Jack White y Allison Mosshart lo saben bien.