a derrota electoral del gobierno kirchnerista fue importante, pero no aplastante. Porque, de todos modos, el proyecto gubernamental obtuvo el 31 por ciento de los votos y el maltrecho y descompuesto justicialismo sigue siendo, a pesar de todo, la primera minoría. Lo realmente grave fue el impacto político de esa derrota.
En primer lugar porque Néstor Kirchner, que tuvo que renunciar a la presidencia de su partido, le había apostado todo a las zonas del Gran Buenos Aires y a las ciudades con sectores pobres, creyendo que el voto obrero o popular pobre le daría el triunfo frente a una oposición que ha conseguido reforzar un fuerte apoyo en las clases medias urbanas y rurales. Pero los obreros menos calificados y que menos ganan, según informes de las comisiones internas de fábricas importantes, ante la falta de una opción de izquierda votaron por los peronistas de extrema derecha para protestar contra el empeoramiento de su condición salarial (que está al nivel de 2001) y contra las mentirosas estadísticas oficiales, que toman como un agravio a su inteligencia. La ruptura en la Confederación General del Trabajo (CGT), cuyo secretario general es vicepresidente del Partido Justicialista y aliado de Kirchner, refleja indirectamente ese deslizamiento social y demuestra que, como en todos los momentos de crisis, los secretarios de los grandes sindicatos se preparan a abandonar el barco gubernamental peronista ya muy escorado y se ofrecen como sindicalistas orgánicos
de la derecha.
Para colmo, si al proyecto kirchnerista le falla la parte obrera de su proyecto ilusorio de alianza obrero-industrial para el desarrollo capitalista del país, los industriales, por su parte, después de haber conseguido todas las concesiones posibles, pasan a la oposición. Las trasnacionales, que dominan por completo ese sector, siguen sus propias políticas y los nacionales
(por así decir), como Techint, le apuestan a la devaluación y a la rebaja de los salarios reales. O sea, a la inflación, la reducción del mercado interno, el aumento de la desocupación (y, por consiguiente, la reducción de la capacidad de resistencia obrera).
En esas condiciones, con un país que vota con posiciones conservadoras, se enfrentan, como dice una publicación satírica, los peronistas aliados de la oligarquía terrateniente con los peronistas partidarios de los industriales y financieros
, es decir, Rodríguez Sáa, Menem, De Narváez, Reutemann y Cía y los Kirchner y el aparato oficial peronista (que está buscando reubicarse en el bando que le parece vencedor).
El gobierno reaccionó además mal ante esta derrota política: llamó a un diálogo (que antes rechazaba) pero los más duros de la oposición de derecha, peronista o no, se niegan a negociar nada y ni siquiera van a escuchar qué les ofrecen, orientándose claramente en la línea de derribar al gobierno, a cuyos integrantes los medios escritos y sobre todo orales insultan y ridiculizan todos los días. La presidenta Cristina Fernández nombró además ministro de Economía a Amado Boudou, un ultramoderado; y ministro de Transportes (aviación, concesionarias ferroviarias, transporte urbano, es decir, sectores neurálgicos que pesan mucho en la vida cotidiana de los trabajadores) a uno que dirigió la campaña del ultraderechista Mauricio Macri, jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires y aliado de la ultraderecha peronista. Además, se cuida de no tocar los monopolios de la información aunque los amenaza con hacer aprobar (¿cuándo y cómo?) una ley que los limitaría, no toca al capital financiero ni al soyero, sigue financiando a los industriales y haciéndoles concesiones y espera resignada y sin hacer nada para crearse una base social, la tormenta política que en las calles, en los medios y en las cámaras prepara la oposición con el fin declarado de que no llegue al año 2011.
Para los clásicos gorilas, tan abundantes en un país conservador como Argentina, el escenario aparece claro: debilitar al máximo al gobierno, sacarle todas las concesiones posibles, preparar la renuncia, o la destitución de Cristina Fernández para que asuma el vicepresidente, Julio Cobos, un oscuro político radical que Néstor Kirchner creyó hábil poner en ese cargo gubernamental estratégico porque pensaba que allí no pasaba nada
y que de ese modo le quitaría votos a la Unión Cívica Radical, la principal fuerza opositora de entonces, y que ahora preside el Senado y está como un revólver cargado apuntando a la cabeza de su esposa.
Para el gobierno, en cambio, la táctica parece ser, aunque esto suene increíble, la de apoyarse en un sector de la derecha peronista para llevarlo a la presidencia (¿el gobernador bonaerense Scioli?, ¿el ex gobernador santafesino y actual senador Reutemann?). ¿Y la izquierda? Pino Solanas no es izquierdista sino peronista nacionalista progresista
. En cuanto a los socialistas, están con la derecha, como en todas las grandes crisis, y lo que queda de los comunistas siguen al kirchnerismo sin criterio propio ni influencia. No hablemos de los partiditos que se dicen troskistas y que, todos juntos, no llegaron al 3 por ciento de los sufragios. El drama, precisamente, es que no existe una izquierda y que la descomposición del peronismo y del país se produce sin que en la escena actúe ningún agente del cambio social.