l despido de 2 mil empleados de Correos de México, consumado el pasado viernes de manera verbal y sin que la empresa avisara previamente a los afectados, no sólo colisiona con la intención gubernamental de modernizar
el sistema postal –para lo cual se invirtieron cuantiosos recursos públicos en uniformes, vehículos y en la renovación de la imagen de la compañía–, sino que constituye una muestra más del carácter antipopular del actual gobierno, de la insensibilidad oficial ante una coyuntura que demanda la preservación de puestos de trabajo, no su eliminación, y de la profunda indefensión en que se encuentran la mayoría de los asalariados en el país.
En las últimas dos décadas, las sucesivas administraciones de De la Madrid, Salinas, Zedillo, Fox y Calderón han incurrido en un conjunto de arbitrariedades en materia laboral cuyas consecuencias hoy se expresan en forma por demás ofensiva para los trabajadores y sus familias: además del desmantelamiento de la propiedad pública y la industria nacional, lo que en sí mismo derivó en masivas pérdidas de plazas laborales en el sector formal, en las últimas dos décadas el país ha presenciado el deterioro profundo y sostenido del poder adquisitivo del salario –resultado de la conjunción de las espirales inflacionarias y una política deliberada de contención salarial–, la proliferación de violaciones a los contratos colectivos, el auge de mecanismos como el de la subcontratación –que permite a los empleadores evadir el pago de prestaciones a los trabajadores y que tiende a operar sin control alguno–, y la desaparición de conquistas y asociaciones sindicales y de mecanismos de bienestar social con el pretexto de que se busca atraer inversionistas
, por mencionar sólo algunos de los muchos hilos de continuidad entre el priísmo postrero y las administraciones panistas recientes.
Al día de hoy, el grupo que detenta el poder en el país continúa sin mostrar disposición para incluir por igual los intereses patronales y los de los trabajadores en los debates en materia laboral. Por el contrario, ante las querellas presentadas por los empleados, el gobierno federal ha adoptado sistemáticamente una postura de alineamiento con respecto a los empleadores, y lo mismo ocurre en los procesos de elaboración de las directrices laborales: muestra de ello es la iniciativa de reformas que el titular del Trabajo y Previsión Social, Javier Lozano, pretendió avanzar, sin éxito, en el recién concluido periodo legislativo, y cuya eventual aprobación –a discutirse en la 61 Legislatura– marcaría un profundo retroceso en esa materia dado su carácter abiertamente proempresarial y porque encierra pretensiones de abaratar el costo de mano de obra y de dificultar la defensa de los derechos de los asalariados.
Las organizaciones sindicales, por su parte, se debaten entre la erosión de sus bases como consecuencia del modelo económico vigente; las prácticas clientelares y antidemocráticas de los rescoldos del charrismo sindical priísta –que sigue vivo a pesar del cambio de siglas en el poder y que se ha convertido en proveedor eficaz de prebendas y tajadas de poder político para los dirigentes– y la represión y el hostigamiento que sufren de manera recurrente las manifestaciones del sindicalismo independiente.
Queda claro, en suma, que el bienestar de los trabajadores no es prioritario para la actual administración y que las supuestas inquietudes del gobierno del empleo
en esta materia se quedan en eso: recursos discursivos y propagandísticos. El régimen calderonista nada ha hecho para evitar que los asalariados mexicanos continúen enfrentándose a la disyuntiva de pasar al sector informal, irse del país o engrosar las filas de la delincuencia en algunas de sus modalidades; el Estado mexicano rehúye así –como ocurre en otros ámbitos como la educación, la salud o la vivienda– una de sus responsabilidades básicas y se muestra incapaz de incorporar y defender a los trabajadores.