n días recientes, Nigeria se ha visto azotada por una oleada de violencia a raíz de los enfrentamientos entre las fuerzas públicas de esa nación y la milicia islámica Boko Haram, que busca la imposición de la sharia (ley islámica) en todo el país, y a la que se atribuyen ataques en contra de estaciones de la policía, edificios del gobierno y objetivos civiles en distintos puntos del territorio nigeriano. De acuerdo con fuentes médicas y humanitarias internacionales, estos hechos han dejado como saldo unos 780 muertos y alrededor de 10 mil desplazados.
El pasado miércoles, elementos del ejército nigeriano bombardearon la casa del líder islamista Mohammed Yusuf y, horas más tarde, dieron a conocer su muerte a manos de elementos militares, en una acción que, a decir del organismo humanitario internacional Human Rights Watch, fue ilegal
y extremadamente preocupante
. A raíz del abatimiento del dirigente de los llamados talibanes negros
, la policía nigeriana ha declarado la victoria
sobre la secta Boko Haram al señalar que el grupo ya no tendrá inspiración
para proseguir con los ataques, pero, como han advertido distintos analistas, es de suponer que este acontecimiento no bastará para contener la violencia, y que antes bien la acentuará.
Sin soslayar el carácter deplorable de los métodos con que se conduce el grupo fundamentalista mencionado, es obligado señalar su avance y crecimiento está estrechamente relacionado con el descontento generalizado que suscita la corrupción y la incapacidad del gobierno encabezado por Umani Yar’Adua para hacer frente a los problemas que padece la nación más poblada de África, la octava exportadora de crudo del mundo y la quinta proveedora de hidrocarburos para el mercado estadunidense, y cuya población, sin embargo, enfrenta los estragos de la miseria y de una profunda desigualdad social: al día de hoy, 70 por ciento de los nigerianos sobrevive por debajo del umbral de la pobreza, y la esperanza de vida en esa nación apenas ronda los 50 años, a pesar de la riqueza derivada de la explotación y la exportación de crudo.
Por añadidura, y como muestran las condiciones en que se produjo el asesinato de Mohammed Yusuf –mientras permanecía bajo arresto policial y sin que haya mediado proceso judicial alguno–, la población nigeriana enfrenta sistemáticamente los estragos del abuso del poder, el uso excesivo de la fuerza, la represión institucionalizada y, en general, la vulneración sistemática de sus garantías individuales.
Se asiste, pues –de nueva cuenta–, al surgimiento del fundamentalismo islámico en un país mayoritariamente musulmán, y no precisamente como consecuencia de diferencias culturales irreconciliables con Occidente, sino de la corrupción, la degradación moral e institucional y las lacerantes desigualdades sociales que suelen acompañar los procesos de modernización
emprendidos por regímenes aliados de las potencias occidentales: algo similar ocurrió en su momento en Irán, donde la corrupción del régimen autocrático del sha fungió como detonador importante de la revolución islámica de hace tres décadas; o bien Marruecos, donde la turbiedad y abuso del poder con que se conduce la monarquía teocrática que gobierna ese país han incentivado el avance de expresiones políticas integristas, como el Partido de la Justicia y el Desarrollo.
Adicionalmente, las inercias hostiles hacia Occidente han sido alimentadas durante décadas por una sostenida política de injerencias y agresiones militares injustificables por parte de las potencias occidentales, encabezadas por Washington, como las que actualmente tienen lugar en Afganistán e Irak.