ocho años de aprobadas las modificaciones constitucionales en materia indígena que desnaturalizaron los acuerdos de San Andrés Larráinzar, los resultados están a la vista.
La oficina en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos expone que la brecha entre el índice de desarrollo humano indígena y no indígena es de 15 por ciento, en tanto que 50 ayuntamientos de población original, en Oaxaca, Guerrero, Chiapas, Puebla y Tabasco registran las tasas más bajas de desarrollo humano municipal. Así, pues, los datos no mienten; quienes pontificaron acerca de que la nueva legislación era más avanzada que la elaborada por la Cocopa, pueden revisar los indicadores para confirmar que el atraso, la pobreza y la marginación mayor en este país radica en las zonas indígenas.
El antizapatismo, anidado en estamentos gubernamentales, empresariales, partidarios y militares, debe a la sociedad una explicación de su fracaso en materia de atención a las comunidades indígenas del país.
En paralelo, la justicia mexicana
expresa en materia indígena las insuficiencias y la incompetencia que la caracterizan. El fallo de la Suprema Corte con respecto a Acteal desnuda el sistema de impartición y procuración de justicia: se fabrican culpables por encargo, pero el crimen sigue impune. Se elude la contextualización y se inventan conjeturas a modo.
La nueva formulación de los tinterillos gubernamentales habla de que hubo un enfrentamiento y después los muertos fueron apilados y macheteados, ahí mismo. Si es cierto que hubo enfrentamiento, ¿por qué los muertos sólo fueron de un lado? Los camaradas de ruta e intereses de Aguilar Camín le alaban su supuesto rigor
para hacer la investigación de Acteal. ¿Será el mismo rigor que utilizó para plagiar los argumentos y la metodología utilizada por Pedro Ochoa Palacios en su libro sobre Colosio, Los días contados, que luego aparecieron en La tragedia de Colosio? Si es así, ¡qué jodidos estamos!
Se pretende que se olvide que las políticas de contrainsurgencia y paramilitarización –financiadas y apoyadas desde oficinas públicas y militares– tienen una responsabilidad directa en los hechos criminales. Tengo en mi poder una fotografía, donde en la comunidad de Limar, en el norte de Chiapas, el grupo Paz y Justicia era transportado en un camión militar a una reunión con la Cocopa, en abril de 1997. Esto podría ser un dato menor, si no existiera la prueba documental de que el grupo paramilitar firmó un acuerdo mediante el cual el general de la zona militar se comprometió a entregarle varios millones de pesos para sus actividades.
Acteal es y será una huella imborrable en el país, y sobrevino después que el gobierno rechazó cumplir los acuerdos en materia de derechos y cultura indígenas. En lugar de cumplir lo pactado, el gobierno armó indígenas y campesinos contrarios a los insurgentes para confrontarlos. Utilizando los instrumentos del Estado, convirtió a indígenas sin tierra en ejidatarios en el mismo sitio donde se encontraban los zapatistas para enfrentar a unos contra otros. Estos hechos no son el objeto de estudio de los intelectuales del poder, ya que sus patrones están preocupados porque esa parte de la historia pudiera ser borrada de todos lados.
La deuda en materia indígena debe empezar a saldarse con la construcción de un nuevo marco institucional y constitucional que permita la reconstrucción de las relaciones entre el Estado y los pueblos indios de México, donde éstos dejen de ser objeto de las políticas públicas y se conviertan en sujetos y constructores. Se trata del reconocimiento constitucional a una realidad social. Los pueblos indígenas persisten, han practicado y practican formas de organización social y política, y cuentan con culturas diferentes que por lo demás están en nuestras raíces como nación.
El concepto de pueblo indígena constituye una apuesta a su paulatina reconstitución, que no obliga a sus comunidades de manera mecánica a romper su unidad interna o transformarse y abrirse si no lo deciden, pero permite abrir un horizonte de futuro para aquellas que así lo definan. La propuesta, incluida en los acuerdos de San Andrés es reconocer la autonomía como garantía constitucional para los pueblos indígenas, con el fin de dotarlos de derechos específicos en torno a los aspectos sustantivos que constituyen su razón de ser como pueblos.
Reconocer a las comunidades indígenas como entidades de derecho público en atención a su origen histórico, les permitiría manejar recursos públicos, las dotaría de personalidad jurídica para ser sujetos de derechos en los asuntos que les atañen como realizar la planeación comunitaria de sus proyectos de desarrollo, asociarse libremente con otras comunidades o municipios para promover proyectos comunes que fortalezcan a los pueblos indígenas, otorgar presunción de legalidad y legitimidad a sus actos, definir representantes para la integración de los ayuntamientos y, entre otras funciones, establecer y aplicar las disposiciones relativas a su gobierno interno.