Editorial
Ver día anteriorMartes 6 de octubre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Pakistán: el tercer laberinto
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la perpetuación de la ocupación militar estadunidense en Irak y al recrudecimiento de la guerra en Afganistán se suma ahora el creciente descontrol en Pakistán, en cuya capital, Islamabad, se cometió ayer un atentado terrorista que mató a cinco empleados del Programa Mundial de Alimentos (PMA) de Naciones Unidas y dejó un número indeterminado de heridos. El ataque fue perpetrado en una zona urbana estrechamente vigilada, en la que tienen su sede varios organismos internacionales y que hasta ayer se consideraba segura.

El hecho se inscribe en una cadena de acciones similares que ha causado, en casi un mes, unas 70 víctimas mortales, civiles en su mayoría. En el ámbito regional, el ataque en Islamabad ocurre pocos días después de que, en el vecino Afganistán ocho soldados estadunidenses y dos afganos murieron en combate durante un ataque talibán en la provincia de Nuristán, lo que obligó a los mandos de la ocupación militar extranjera a pedir 40 mil efectivos adicionales y reformuló su estrategia para concentrar su fuerza bélica en las ciudades.

Según un informe del Consejo Internacional sobre la Seguridad y el Desarrollo, la insurgencia talibán –en lucha desde hace ocho años contra las fuerzas estadunidenses y occidentales que invadieron el país asiático tras los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York– dispone de presencia permanente en casi 80 por ciento del territorio afgano y ha obligado a los invasores a colocarse a la defensiva. No sólo eso: la presión militar inicial de Washington y sus aliados llevó a los talibanes a expandirse por Pakistán, donde poseen una capacidad ofensiva claramente expresada en los atentados de los días recientes.

En estas circunstancias, los gobernantes occidentales parecen haber perdido el rumbo y la iniciativa. La propuesta original del presidente estadunidense, Barack Obama, de proceder a un retiro gradual de las tropas de ocupación en Irak y concentrar los esfuerzos del Pentágono en Afganistán está inexorablemente rebasada por la realidad: sin ha- ber logrado una real estabilización en la antigua Mesopotamia, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) debe enfrentar ahora, y no por elección sino por obligación, la disyuntiva de aumentar sus fuerzas de ocupación en el segundo de esos países o sacarlas de ahí, con la complicación adicional de la desestabilización en el fronterizo Pakistán.

Asesinada Benazir Bhutto, que era la principal figura del panorama político paquistaní, y defenestrado el dictador Pervez Musharraf, la institucionalidad de Islamabad parece disolverse mientras los talibanes y las células afines a Al Qaeda expanden su capacidad operativa por todo el país.

Un dato estremecedor, a la luz de la descomposición política paquistaní, es el arsenal nuclear que posee esa nación centroasiática, desarrollado en el contexto de la carrera armamentista sostenida con India, su vecino y rival sempiterno. Si el país cae en la ingobernabilidad, ese armamento, desarrollado bajo la permisividad y el doble rasero occidentales, podría quedar fuera de control. En una región caracterizada por las corrientes integristas islámicas, tal perspectiva constituye una de las peores pesadillas imaginables para Occidente.

La crisis paquistaní no podrá ser contrarrestada mediante soluciones fáciles y obvias, pero muy probablemente obligará a las potencias occidentales a trasladar el foco principal de su atención de Afganistán a Pakistán. Lo que no es seguro, ni mucho menos, es que consigan estabilizar cualquiera de esos países ni contrarrestar los efectos generados por el propio Washington: en un caso, mediante el financiamiento y el apoyo a los grupos más radicales del fundamentalismo, en tiempos en que Afganistán se encontraba invadido por la extinta Unión Soviética, y en el otro, por el respaldo estadunidense a las dictaduras militares reaccionarias que culminaron con el régimen de Pervez Musharraf.

Sea como fuere, es claro que hoy por hoy Pakistán se ha convertido, junto con Afganistán e Irak, en un tercer laberinto para el injerencismo militar de Estados Unidos en la zona.