orpresa: en la diversidad hay unidad. En la Cámara Americana de Comercio, el presidente Calderón insiste en la necesidad de retomar las reformas estructurales para consolidar la recuperación, mientras su secretario de Economía ilustra a reporteros e inversionistas estadunidenses sobre la posibilidad de crecer sin hacer reformas estructurales. Y aunque no lo creamos, ambos tienen o pueden tener razón, si se toman la molestia de informarnos lo que entienden por crecimiento, por un lado, y reformas estructurales, por el otro. Van dos sugerencias:
Primera: el capitalismo, incluso uno tan rastacuero como se ha vuelto el nuestro, no se la puede pasar sin reformas que pueden llamarse estructurales. La técnica de producir debe cambiar si la ganancia que mueve al mundo ha de mantenerse y aumentar, y esto implica adecuar y readecuar sin cesar las relaciones laborales dentro de las empresas, las decisiones monetarias o fiscales dentro de los estados y, en general, las relaciones que hacen de las sociedades conjuntos más o menos coherentes. Sin una sintonía mínima entre estos planos de las relaciones sociales, la inestabilidad irrumpe como criminalidad, egoísmo sin freno de los políticos o avidez por la seguridad monetaria que, en países como el nuestro, casi siempre quiere decir fuga de capitales. De aquí el papel crucial de los gobiernos y los sistemas políticos como acumuladores
de energía social y promotores consistentes de un cambio sin fecha de término. Como dijera Polanyi: el cambio es inevitable; lo que está por verse es la capacidad que las sociedades y sus estados tengan para modularlo.
Segunda: aún sin grandes destrezas de conducción y modulación pública, las economías capitalistas acumulan capacidades y activos que, como consecuencia del ciclo económico, suelen caer en una relativa ociosidad que, de no erosionarse por el tiempo o el descuido, puede ponerse en marcha pronto de cara a la adversidad de una recesión y un desempleo mayúsculo como el que ahora nos caracteriza. De esta manera, sin esperar cambios mayores como los que podrían traer consigo las reformas estructurales proclamadas como mantra, la economía puede despertar de su letargo cíclico y echar a andar mediante acciones relativamente simples que están a la mano de las colectividades y, sobre todo, de los estados. Con un mayor gasto público deficitario y un mayor crédito público promocional y concesionario, por ejemplo, una economía como la de México bien podría empezar a desenrollarse a ritmos mayores que los esperados, sentando las bases de un mundo laboral dinámico y retribuidor que, por esa vía, se convirtiera en fuente ulterior de demanda por bienes y servicios, hasta forjar un círculo virtuoso clásico de crecimiento.
Hace cosa de un año, Romano Prodi advirtió en el alcázar de Chapultepec: no hay éxito exportador sin un mercado interno robusto, y no hay mercado interno fuerte sin política industrial. El italiano sabía dónde y ante quiénes estaba, pero ni su moderador ni sus anfitriones del Senado se inmutaron: Carstens mandó a parar, y toda esperanza en un giro de la política económica se quedó en las puertas del infierno recesivo que se desplegaba ante todos. No ha habido, a partir de entonces, ni reforma estructural ni crecimiento basado en las capacidades ociosas; no ha habido política anticíclica para salir al paso de la contracción, ni política de desarrollo destinada a modificar relaciones arcaicas y desatar las fuerzas productivas existentes, para propulsar la innovación y la acumulación de capital, la diversificación productiva y social, sin lo cual el desarrollo no puede autosostenerse.
En esas estamos: hay que hacer reformas y hay que intervenir sobre lo que existe para ponerlo a caminar como condición sin la cual la reproducción económica y social es impensable. No es verdad que, como tribu sin rumbo, los mexicanos nos neguemos sistemática y suicidamente al cambio. Lo que ha faltado, en especial a los grupos gobernantes y a quienes se autodesignaron como sus preceptores desde la cúpula del dinero, es valor para reconocer que las reformas hechas no dieron los frutos esperados y en vez de ello trajeron consigo enormes huecos productivos y brechas sociales ominosas. Que, por tanto, lo que debe hacerse es reformar las reformas, empezando por precisar de qué reformas se trata y qué secuencia y horizonte debe seguirse a partir de esta obligada redefinición del curso nacional.
Lo que ha faltado es coraje y sensibilidad para actuar con oportunidad y firmeza frente a un huracán desalmado que mandó a la calle a cientos de miles de gentes y a la pobreza a varios millones más. Los políticos bajaron la frente ante la prepotencia de los magos de Oz de Hacienda y aceptaron profundizar la recesión, para luego descubrir que los sedicentes herederos de Limantour los habían engañado.
Si Calderón y su secretario hicieran mutis por un momento, a lo mejor descubriríamos que no es la política, sino la torpeza mental del poder, la que nos tiene postrados. Y que todos, o casi, podemos estar de acuerdo en lo fundamental, que por lo pronto es la mera sobrevivencia.