abiendo la gente de mis estudios sobre el albur, me han preguntado en varias ocasiones si José Alfredo Jiménez fue buen practicante de este deporte verbal. No, no lo fue, en parte porque le tocó vivir de los 26 a los 40 años de su edad en la época uruchurtiana (de 1952 a 1966), cuando el mandamás del Distrito Federal prohibió esa mexicanísima manifestación en carpas y teatros, que eran los sitios donde se disfrutaba ese juego.
Sin embargo, mi primo le tuvo admiración y respeto a Chava Flores. Me consta porque éste me mostró en 1970 una tarjeta que le envió mi primo, felicitándolo por varias canciones albureras que había grabado recientemente.
El autor de La cama de piedra, Camino de Guanajuato y El jinete, carecía de la agilidad mental que se requiere en el albur, para dar contestaciones rápidas.
Ello no es un pecado mortal: Chava Flores tampoco la tuvo, y yo confieso con pena, que soy todavía menos ágil que los dos mencionados.
–¿Qué sabe usted –masoquista lectora que está leyéndome– sobre el albur? Tal vez mucho, porque no pocas mujeres se han interesado en los años recientes, en este tema. No digo que lo practiquen, pero sí que lo disfrutan escuchándolo.
Para las damas que todavía son ajenas a este deporte verbal, haré una brevísima explicación.
Aunque es un juego de palabras con implicaciones sexuales, es decente porque no se emplean voces de uso delicado, sino sinónimos muy disfrazados. Es privativo de nuestro país, en ningún otro se practica; se le puede considerar como característica distintiva de México, pese a lo que puedan argüir los mojigatos y quienes no están actualizados.
Texto del escritor publicado en estas páginas el 15 de enero de 2004