Viernes 16 de julio de 2010, p. 7
Al final de una cena deliciosa, un amigo me extendió un sobre con un remitente de los Estados Unidos y el sello de Urgent. La carta decía (traduzco): “¡Felicidades! Ha sido usted seleccionado para figurar en la vigésima edición del reconocido The International Dictionary of Distinguished Leadership, por su ya larga tarea como editor y escritor.” Firmado: Mr. Evans
. Le pregunté a mi amigo qué demonios era eso. “No sé, a mí también me llegó –dijo–, por recomendación de X (un amigo suyo) y se me ocurrió recomendarte.” Se lo agradecí, encogiéndome de hombros, y me guardé el sobre en el saco.
Al día siguiente leí la carta con más detenimiento y desconcierto. Francamente, no me considero líder de nada, si acaso fui líder para mi perro Igor (que ya se murió), he sido más o menos líder de un equipo de ajedrez de segunda y de una tertulia tan disipada que ya se disipó, y en la revista que edito apenas tengo ascendencia sobre una correctora de estilo (que es mi esposa, de manera que si la corro, me puede correr de la casa), una capturista que a veces me regaña y un diseñador que invariablemente responde mis instrucciones con alegres comentarios sobre futbol.
Pero, como en el fondo de nuestro ser alimentamos la ilusión de que nuestro trabajo es valioso, nuestra capacidad digna de aplauso, nuestro talento irremplazable, merecedor todo esto de reconocimiento, en un santiamén respondí la carta, anexé la ficha biográfica que se me solicitaba y lo mandé todo por fax, y también al olvido.
A la semana siguiente me llegó otra carta con sello de Urgent, firmada también por Mr. Evans, agradeciendo mi envío y pidiéndome, en resumidas cuentas y para ir al grano, que les dijera si mi ejemplar o ejemplares del diccionario lo quería o los quería en pasta dura, en piel, letras en oro o en simple rústica, y si les pagaría con cheque o con tarjeta de crédito. La edición más lujosa estaba más o menos en cien dólares (por ejemplar) y la más sencilla en veinticinco. Decepcionado de que valoraran el liderazgo de mi cartera por encima del de mi carrera, decidí devolverles la decepción, diciéndoles que se fueran al cuerno con todo y sus líderes, diccionarios, letras en oro y Mr. Evans. La negligencia se encargó de que no hiciera nada.
En cambio, a los quince días llegó otra carta con el sello de Urgent, firmada ahora no sólo por Mr. Evans, sino por otros tres líderes gringos igualmente distinguidos, Thomson, Smith y Bell, anunciándome que había sido elegido para recibir un raro honor: figurar en sus diccionarios como The Most Admired Man of the Decade. Para alcanzar esa cima sólo me faltaba remitirles doscientos dólares. Pero en ese preciso momento, en que sólo doscientos dólares me separaban de ser el Hombre Más Admirado de la Década, me sentí el Hombre Más Imbécil de la Década. Me fue inevitable pensar cosas amargas, por ejemplo, en ese señor Cornejo tan notable, fracasado mental que ha alcanzado el éxito, único mediocre nato que jura enemistad a muerte con la mediocridad.
Mientras rompía gozosamente los formularios alcancé a ver que me solicitaban la recomendación de otros de los Hombres Admirables de esta Década o de las Próximas. Pensé mandarles los nombres de mis enemigos, de Cornejo, de seres así. La negligencia se encargó de que no hiciera nada.