ras semanas de especulación desenfrenada sobre el destino de las elecciones locales se pasó a la celebración del ciudadano anónimo, una especulación más, para luego, sin transición, pasar a la febril cábala sobre las renuncias, destituciones y retornos al hogar decididos por el presidente Felipe Calderón en estos días. Sobre la calidad y densidad de la política democrática que pudo expresarse en las jornadas electorales y en las decisiones presidenciales poco o nada se dice o dirá, porque lo que impera es una normalidad a fuerzas, por decreto celestial, que ahora se ha visto interrumpida no por el grito destemplado del subsuelo social, encarnado en los electricistas indignados y desesperados, o los mineros acorralados y humillados, sino por la reflexión nada cautelosa del presidente de la Fundación Televisa, quien en abrupta comunicación publicada en el diario Reforma anunció el destronamiento
de Felipe Calderón, en téminos de Miguel Ángel Granados Chapa, y el inicio de un periodo inédito de gobierno sin gobierno ni presidente.
El fin anticipado de un periodo de gobierno constitucional dentro de los marcos del presidencialismo sólo es concebible en un contexto marcado por la fractura del orden jurídico fundamental. No hay manera de soslayar esta cuestión, que requeriría de una pronta acción restauradora del régimen político definido constitucionalmente o de su sustitución por otro arreglo que abriera las puertas a una efectiva refundación de la República.
La despedida a Felipe Calderón como presidente de la República, para pasar a ocupar la presidencia de su partido, como lo anunciara el señor Claudio X. González Guajardo, no lleva sino a una ominosa conclusión: México vive, a los ojos de este destacado jerarca, una crisis de régimen y de Estado, cuyas coordenadas no pueden reducirse más al impasible zurcido de las adecuaciones a los códigos electorales o a la cada vez más desnaturalizada acción correctora de los tribunales electorales. De aquí en adelante, todo debería quedar en manos de un supremo tribunal constitucional precariamente estructurado, del que la Suprema Corte de Justicia de la Nación es sucedáneo ineficiente y costoso.
La sensación de vivir en el desamparo, provocada con furia por la violencia criminal, pero no con menos fiereza por el desempleo y la precarización laboral, la inocupación juvenil y el abandono masivo de los mercados laborales, así como por la enjundia antisindical del gobierno federal y sus operadores empresariales, se extiende hoy a los espacios de la abstracción: los mexicanos se descubren sin Estado, porque sus servidores han renunciado a cumplir con su función primordial: otorgarle a sus habitantes seguridad mínima, pero constante y creíble, en los aspectos básicos que dan sentido a su existencia y sostén a sus modos de sobrevivir.
Veremos, más pronto que tarde, qué quiere decir eso de vivir sin Estado
, cuando todos sabemos o intuimos que tal circunstancia es inconcebible: se trata de espacios que no pueden quedar vacíos, aunque esta necesidad haya de ser llenada por la violencia descarnada o el más cínico de los gobiernos de ladrones
. Por lo pronto, mientras especulamos sobre el porvenir de las coaliciones redentoras o la astucia presidencial condensada en sus nombramientos canónicos, seguramente basados en las ciencias del matrimonio y la familia
en que se habría graduado el señor Ferrari, hoy a cargo de la (des)economía nacional, tomemos nota: el sistema nacional de salud pública, donde debería tejerse la reproducción primaria de la sociedad, encara el acoso inclemente de una pandemia implacable de obesidad y diabetes que pone a la población en su conjunto al borde de una catástrofe demográfica de proporciones inéditas. Aquí, el desamparo se vuelve asfixia y la emergencia fatalidad.
Sumemos a lo anterior el inventario desastroso de la educación básica y los saldos laborales anotados arriba y volvamos a contarnos el cuento de la ciudadanía salvífica: este era un gato con los pies de trapo y los ojos al revés.