na de las primeras tareas que emprendió Felipe Calderón al llegar a la Presidencia de la República fue la reconstrucción de la imagen y de la autoridad de una función pública central que había sufrido los desvaríos y las vulgaridades de la pareja Fox-Sahagún. La tarea no era fácil, pues no sólo había que proyectar en la opinión pública la dignidad que reviste la posición de jefe del Poder Ejecutivo, un objetivo que conducía sin remedio a la exhibición de los excesos del populismo de su predecesor y correligionario, sino que Calderón debía llevar a cabo esa reconstrucción en el contexto de una sociedad partidizada que al inicio de su gobierno no había superado la polarización que habían propiciado la campaña electoral y la disputa poselectoral. Esta experiencia dejó una huella profunda en las actitudes de Felipe Calderón hacia el encargo presidencial, de manera que, paradójicamente, mientras las fracturas partidistas de la opinión se han atenuado, la visión de gobierno del Presidente sigue siendo estrictamente panista. La opinión pública así lo intuye. De ahí que la respuesta a los llamados a la unidad nacional frente al crimen organizado hayan resultado hasta ahora pólvora mojada.
En principio, los regímenes presidenciales tienen la ventaja del mando unificado que con frecuencia hace falta en los regímenes parlamentarios. Durante el sexenio anterior vimos todo menos eso. Cada uno de los miembros del gabinete jalaba en la dirección que le dictaba su –suponemos– leal saber y entender, mientras Vicente Fox posaba para el Hola. Ahora, en cambio, el presidente Calderón pretende evitar la cacofonía gubernamental del pasado mediante la concentración de la autoridad, pero no hay que olvidar que eso también supone la concentración de la responsabilidad. De manera que si las cosas marchan mal en turismo será su culpa, al igual que lo será el pobre desempeño de la economía; sin embargo, el Presidente parece dispuesto a correr este riesgo.
Los últimos nombramientos en el gabinete sugieren que Felipe Calderón responderá a cualquier desafío de alguno de los suyos a su autoridad o a su posición en el corazón del sistema político. En lugar del secretario Fernando Gómez Mont, personaje con luz propia, designó a un oscuro político bajacaliforniano una de cuyas credenciales determinantes es su amistad con el Presidente. Su predecesor también era su amigo –y suponemos que lo sigue siendo–, pero esa no es su única virtud y nada sugiere que Blake Mora haya recibido, junto con la oficina de Bucareli, la astucia o la habilidad de Gómez Mont. Al designar a un su amigo, miembro de su partido, cuya capacidad política fue brutalmente exhibida por los resultados electorales recientes en los que Acción Nacional perdió en su estado todos los municipios, el presidente Calderón nos está diciendo que de ahora en adelante el secretario de Gobernación será él. Probablemente nos manda el mismo mensaje con el nombramiento de Bruno Ferrari en la Secretaría de Economía, quien, a diferencia del Presidente, que tiene una maestría en esa materia, ostenta una formación profesional orientada más hacia la presidencia del Movimiento Familiar Cristiano que hacia la promoción de la inversión y del empleo. A menos de que el Presidente esté pensando en la conveniencia de multiplicar la experiencia de las empresas familiares.
Sea como sea, la situación económica es el eje de las preocupaciones de los ciudadanos en México, como en el resto del mundo. La popularidad del presidente Calderón, como la de Barack Obama en Estados Unidos o la de Nicolas Sarkozy en Francia, depende de un tema sobre el cual ejercen un control limitado: el comportamiento de la economía. De suerte que el nombramiento de Bruno Ferrari en Economía es una operación de alto riesgo político, y es probable que con todo y el problema de la seguridad, para la opinión sea mucho más importante la perspectiva de la actividad económica que los asuntos de las elites políticas que son la materia de trabajo del secretario de Gobernación, es decir, las relaciones entre el Presidente y los legisladores, o con los gobernadores.
Nadie puede desafiar la autoridad presidencial para la integración del gabinete. Intentarán hacerlo algunos legisladores, pero la Constitución le atribuye la facultad de designar a sus secretarios (de él, que no ministros del gobierno, como lo serían en un régimen parlamentario). Algunos observadores maliciosos verán en la reconstrucción del poder y de la autoridad presidenciales nostalgia del pasado, o la intención oculta de reconstruir una Presidencia priísta. Si ese es efectivamente el propósito del Presidente no podemos augurarle éxito. No cabe duda de que el presidencialismo de los tiempos del PRI tenía grandes ventajas para un proceso de toma de decisiones expedito. No obstante, reconstruirlo se antoja una tarea imposible. La fuerza que han ganado los partidos políticos con la democratización no va a desaparecer, sobre todo si el ejercicio de la autoridad presidencial se concentra en los miembros del partido del Presidente.