as denuncias formuladas por reclusos del penal varonil de El Llano, en Aguascalientes, en las que se acusa a la directora de ese centro de torturar con descargas eléctricas
a varios de los reos, dan cuenta de una situación ilegal, inhumana y vergonzosa, que pone en evidencia el punto de deterioro en que se encuentran el estado de derecho y la vigencia de las garantías individuales en el país.
En primer término, el episodio es indicativo del colapso que enfrentan los centros penitenciarios en territorio nacional, los cuales han perdido el sentido de rehabilitación y reinserción social establecido en las leyes, y se han convertido en espacios de negación rotunda de la legalidad y en entornos idóneos para la comisión de cualquier tipo de delito.
La situación es delicada porque el Estado, en tanto detentador del monopolio de la fuerza y la violencia legítimas, tiene la obligación de hacer prevalecer la ley y el orden en todos los espacios, y si hay un ámbito en particular en que dicha facultad tendría que resultar incuestionable es precisamente el de las prisiones. El que el quebranto a la legalidad sea propiciado por las propias autoridades penitenciarias –como parece ocurrir en el caso que se comenta– refleja una debilidad exasperante del Estado para cumplir con tareas que le son irrenunciables.
En un sentido más amplio, las denuncias referidas confirman la persistencia de la tortura como una práctica extendida y sistemática por parte de las autoridades de distintos niveles en el país. Como lo documentó el Subcomité para la Prevención de la Tortura de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en un informe publicado en 2009 –y que se dio a conocer hasta mayo de este año como consecuencia de las maniobras del gobierno federal para mantenerlo en reserva
–, la continuidad de ese flagelo es incentivada por deficiencias y vicios inveterados del sistema penal mexicano: la validación de confesiones obtenidas bajo tortura, a contrapelo de convenios internacionales de los cuales nuestro país es signatario; el requerimiento de que las víctimas demuestren que fueron objeto de abuso; la falta de homologación de los tipos penales en el país, y una impunidad proverbial que se refleja en el déficit de sentencias condenatorias por ese delito.
Además de esas prácticas impresentables, la persistencia de la tortura en el país tiene como trasfondo un discurso oficial equívoco en el que los infractores a la ley son recurrentemente caracterizados como enemigos
y como traidores a la patria
, y en el que los atropellos cometidos por las fuerzas públicas parecieran ser un costo inevitable, y hasta justificado, en aras del bien supremo de restablecer la legalidad. En ese escenario resulta imperativo recordar que el Estado tiene la obligación de hacer valer los derechos humanos de todos los ciudadanos, sin importar su condición legal, social, económica o política, y que la tortura, en cualquiera de sus expresiones y sin importar a quién se le aplique, es tipificada como delito en los ámbitos estatal y federal, y proscrita por la normativa internacional en acuerdos que han sido ratificados por nuestro país.
En suma, un gobierno que permite y tolera la comisión de prácticas como la tortura resulta lisa y llanamente impresentable ante el conjunto de la sociedad y ante la opinión pública internacional. En lo inmediato, es necesario que las autoridades competentes atiendan la denuncia formulada por los presos de El Llano, que emprendan las pesquisas correspondientes y que se sancione a los responsables. Cabe exigir, asimismo, que los encargados del manejo político del país no pasen por alto estas prácticas atroces y que las eviten, persigan y castiguen conforme a las normativas nacionales e internacionales.