ace unos meses, apenas leí la crónica de Diamela Eltit del terremoto y el tsunami que azotaron a Chile a principios de 2010, quería correr a felicitar a la autora. Pero correr no era suficiente, pues por más distancia que recorriera y por más velozmente que lo hiciera no habría alcanzado a Eltit, quien podía estar en cualquier lugar del mundo menos adonde mi carrera lograra llevarme.
Además, dadas las circunstancias, una felicitación no era la respuesta más adecuada para expresar cuanto la crónica había movido en mí. Habría sido una expresión insuficiente y equivocada. De modo que me quedé con el efecto de la lectura hecho un nudo tan enredado en la garganta, la mente y el corazón que no me dejaba pasar a otra cosa hasta hoy, cuando decidí desanudarlo al ponerlo en palabras.
Conocí a Diamela Eltit (Santiago, 1949) cuando fue la agregada cultural de la embajada de Chile en México, en algún momento de los primeros años 90, en los que, aunque nos viéramos y nos saludáramos, sin embargo no llegué a oír su voz y casi diría que tampoco sus pasos. Las expresiones de su cara, la mirada, la sonrisa, parecían apenas un roce en el mundo real, como manifestadas detrás de vidrios o velos. Y definirla como una mujer incorpórea o inquietante o misteriosa la desvirtuaría, porque calificarla con un adjetivo, a mayor precisión peor, habría sido fijarla en el tiempo y el espacio, y Eltit no parecía estar nunca en ningún lado. Si estirabas la mano hacia ella, tocabas la nada, porque su aspecto reflejaba el de alguien transparente, liviano, huidizo, en vías de ausencia.
Aquí llegó con tres o cuatro novelas publicadas de títulos que su persona o sus funciones no parecían avalar, Lumpérica, por ejemplo, o Vaca sagrada. Y de los encuentros que digo para acá fui viendo en la prensa que publicaba más narrativa y ensayos y que ganaba premios, pero hasta ahora toda esta información, si parecía corresponder al recuerdo, coherente o no, que yo tenía de ella, a mí no me la hacía una escritora que se hiciera leer.
Lo que empezó a resquebrajar la falseada noción que tenía de Eltit fue enterarme, pero apenas hace poco, de que era profesora en la Universidad de Nueva York, pues, por más que lo que enseñara fuera español y a escribir literatura, imaginarla cumpliendo con un horario, y con no sé cuántos otros requisitos que se habrá visto obligada a atender como profesora de una cátedra universitaria en Estados Unidos, no concordaba con la idea que yo tenía de Eltit, ya dije que todo menos concreta y formal, responsable, de carne y hueso.
A lo largo de este tiempo, nada me llevó a averiguar, por ejemplo, que desde los años 70 Eltit ya fuera considerada como una hija insurrecta de una dictadura marcada por crímenes y los peores abusos de lesa humanidad, una activista de la oposición y buscadora de fugas atrevidas de la censura, y una sustentadora de otras formas de resistencia, porque nada me impulsaba entonces a conocer de veras a la autora a la que había conocido menos que a medias durante su estancia diplomática en mi país.
No fue hasta que leí su crónica de la catástrofe natural más reciente que ha sufrido Chile que me pregunté si su autora, Diamela Eltit, sería la misma Diamela Eltit que yo recordaba. Para escribir un reportaje como el que leí, el autor debía ser un ser existente con tal peso y volumen que su voz y sus pasos no sólo se oyeran, sino que retumbaran.
No era tanto por el conocimiento que Eltit tuviera de la tragedia de la que hablaba, ni por su capacidad de relacionarla con la circunstancia política del país y ubicarla en la historia, o proyectarla al futuro; no era por la conmoción que el drama le hubiera ocasionado a ella en sus emociones, principios y actitudes, pues, aunque todo esto estuviera presente en quien recogía y reflexionaba en los hechos, lo que demostraba que Eltit tenía los pies en la tierra, era que ella no era la protagonista de lo que registraba; los protagonistas eran Chile, los chilenos y su drama. Lo que a mis ojos transformó a Eltit fue que permitiera que fuera la realidad lo que se manifestara a través de ella y lo que confiriera fuerza a sus palabras, algo tan digno de una columnista merecedora de la atención del público en temas de política y cultura, como de una escritora en su actividad literaria, atención a esto último que, si no antes, para mí ahora se ha ganado.