l conmemorar los 37 años del golpe de Estado en contra del gobierno de Salvador Allende en Chile, el presidente de ese país, Sebastián Piñera, dijo que el bombardeo del 11 de septiembre de 1973 al Palacio de la Moneda fue el desenlace previsible, aunque definitivamente evitable, de una democracia que venía enferma de odiosidad, de polarización extrema, de falta de diálogo
. A renglón seguido, el mandatario dijo que no podemos quedarnos atrapados en las mismas querellas y visiones y odios del pasado
, y pidió superar las divisiones que persisten en la sociedad chilena a raíz del golpe.
Estas declaraciones son tan impresentables como escandalosas, por más que no resulten sorprendentes en un personaje como el actual mandatario chileno: si bien apoyó, a título personal, el fin de la dictadura en el plebiscito de 1988, Piñera ha sido señalado como beneficiario del desmantelamiento del sector público emprendido por la dictadura militar y como uno de los principales encubridores parlamentarios de los crímenes del pinochetismo, y fue postulado por una coalición formada por la Unión Demócrata Independiente (ultraderecha) y la Renovación Nacional (centroderecha), organizaciones que fueron sostén civil de la dictadura.
A contrapelo de lo que señala el gobernante de la nación austral, la institucionalidad democrática chilena no sucumbió por estar enferma de polarización y falta de diálogo
; lo hizo, en cambio, como resultado de una larga campaña de desestabilización concebida, organizada y financiada por Washington contra el gobierno constitucional que presidía Salvador Allende, como lo demuestran, entre otras cosas, documentos desclasificados de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos.
Fue a raíz de la violenta sublevación militar encabezada por Augusto Pinochet que en Chile se instauró un paradigma de gobierno basado en el exceso totalitario, que dejó un saldo de miles de muertos y desaparecidos. El correlato de este modelo de barbarie en el control y el sometimiento políticos fue la aplicación de postulados económicos orientados a convertir las sociedades en mercados y a imponer en ellas la ley de la selva, y que posteriormente fueron recogidos por una escuela dominante que aún inspira las políticas económicas oficiales de muchos gobiernos. Es precisamente la aplicación de esa doctrina económica lo que se ha desempeñado, en las décadas posteriores al golpe de Estado chileno, como factor de división y lastre fundamental para la reconciliación social a que llama el gobernante: hoy, y en contraste con la prosperidad que han alcanzado algunos prominentes empresarios –como el propio Piñera–, Chile se ubica como una de las naciones más desiguales de América.
Adicionalmente, y a pesar del rechazo que concita la dictadura militar en los discursos oficiales del Chile contemporáneo, la clase política de ese país ha mantenido intacto no sólo el modelo económico legado por el pinochetismo, sino también las normativas antidemocráticas, estrechas y conservadoras impuestas por la dictadura en sus momentos finales, empezando por la Constitución de 1980, redactada por los generales para garantizarse impunidad tras el fin de su régimen. Otro ejemplo de ello es la huelga de hambre que desarrollan, desde hace más de 60 días, una veintena de comuneros mapuches procesados con base en la impresentable ley antiterrorista, vigente desde los años de la dictadura militar, y aplicada en contra de cerca de medio millar de miembros de esa etnia por los gobiernos de la Concertación.
En suma, los elementos de juicio disponibles contradicen el dicho presidencial de que en Chile ha tenido lugar una transición exitosa y ejemplar
. Por desgracia, no parece viable que los rezagos persistentes puedan ser superados por el actual gobierno: antes al contrario, los señalamientos de su titular permiten ponderar el peso que sigue teniendo el pinochetismo en aquel país sudamericano.