a divulgación, por parte del gobierno de Estados Unidos, de los experimentos realizados por médicos de ese país durante la década de los 40 en Guatemala –donde se inoculó intencionalmente sífilis, gonorrea y otras enfermedades venéreas a cientos de ciudadanos– es la más reciente confirmación de las prácticas atroces e inhumanas que Washington ha llegado a cometer en materia de experimentación médica.
Aunque la infección deliberada de enfermedades en individuos y el estudio de los efectos de antivirales, sicotrópicos y sustancias diversas en seres humanos sin su consentimiento han sido actividades ampliamente documentadas en Estados Unidos y en otras partes del mundo y conocidas desde hace tiempo por la opinión pública internacional, la declaración realizada ayer por la administración de Barack Obama pone en perspectiva factores adicionales de agravio en lo que, de suyo, es una práctica inhumana y criminal: el experimento referido se desarrolló en un país extranjero, con la aparente connivencia del gobierno local –según consta en los documentos disponibles–, en contra de una población particularmente vulnerable –en su mayoría presos y enfermos mentales, muchos de ellos sometidos a la prueba con engaños– y en condiciones de descontrol y opacidad tal que hasta la fecha no se sabe cuántos de los infectados recibieron atención, ni cuántos de ellos murieron.
Estos hechos no podrán, pues, ser subsanados por una disculpa como la que el mandatario estadunidense ofreció ayer al guatemalteco: ambos gobiernos deberán llevar a cabo las investigaciones correspondientes, y emprender las sanciones que ameriten y las medidas de reparación del daño hacia las víctimas y sus familias.
Por lo demás, es importante señalar que el episodio de Guatemala tuvo como correlato otro de mucho más largo aliento: el estudio clínico
desarrollado entre 1932 y 1972 por los servicios públicos de salud estadunidenses en Tuskegee, Alabama, que consistió en infectar de sífilis a unos 600 negros presos que no recibieron tratamiento alguno, un experimento no muy distinto a los aplicados por el criminal de guerra nazi Josef Mengele en el campo de concentración de Auschwitz. Respecto de este estudio –al final del cual sólo unos 70 presos continuaban con vida– el ex presidente Bill Clinton ofreció una disculpa a las víctimas y sus deudos, tan insuficiente y tardía como la que ayer pronunció el actual gobierno.
El escándalo desatado a raíz de ese episodio obligó a las autoridades de Washington a ampliar las regulaciones correspondientes, y ayer mismo la administración Obama sostuvo que en la actualidad, los reglamentos que gobiernan la investigación médica en seres humanos financiada por Estados Unidos prohíben este tipo de violaciones
. Sin embargo, la continuidad de tales prácticas puede observarse hasta años recientes: son significativos, al respecto, los casos documentados de prisioneros de guerra en la cárcel de Guantánamo que afirman haber sido objeto de experimentos con fármacos durante su cautiverio.
Así, la revelación del estudio criminal que se desarrolló en territorio guatemalteco obliga a ponderar un patrón de conducta en la experimentación médica de Estados Unidos, aplicado con particular recurrencia contra sectores específicos de la población de ese país y del mundo –afroestadunidenses, prisioneros de guerra, ciudadanos de países pobres–, y el cual, por desgracia, parece continuar hasta nuestros días. Si las autoridades actuales de Washington quieren restañar la mala imagen que sus antecesoras se han granjeado como consecuencia de estos y otros episodios, dentro y fuera de su país, tendrán que asumir un compromiso ético y transparente ante la opinión pública internacional, poner al descubierto la totalidad de ese tipo de estudios –recientes o no– y sus impactos negativos en individuos y poblaciones, cancelarlos de una vez por todas, y emprender las medidas de reparación y castigo correspondientes.