yer, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, salió en defensa de la concesión de las frecuencias de 1.7 y 1.9 gigahercios otorgada por la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT) a Televisa y Nextel, proceso conocido como licitación 21, que ha estado marcado por la opacidad, la sospecha y acaso por la ilegalidad, como lo sostiene Grupo Iusacell, competidor de las firmas beneficiadas.
La afirmación del político michoacano de que su gobierno procura la competitividad en el mercado de las telecomunicaciones y de que no ha otorgado privilegios
es una autoexculpación tan contraproducente como lo fue, en su momento y en otro ámbito, el aserto de que su administración no protegía a la organización delictiva presuntamente encabezada por Joaquín El Chapo Guzmán, o su más reciente justificación de las capturas injustificadas de funcionarios y representantes populares llevadas a cabo en mayo del año pasado en Michoacán: el hecho mismo de que el jefe del Ejecutivo deba salir al paso de rumores extendidos o en defensa de actos de gobierno severamente impugnados debilita la credibilidad institucional, multiplica las dudas y erosiona la investidura, en la medida en que inhabilita al funcionario para desempeñarse como máxima instancia arbitral y lo coloca en la posición de parte interesada.
En el caso particular de la licitación 21, Calderón, al intervenir y tomar partido en el conflicto, lejos de disipar las inconformidades y las dudas, se contamina y contamina a la institución que encabeza con el descrédito que deriva del alud de incongruencias detectadas en ese proceso por expertos, opositores y competidores insatisfechos. Si se sospechaba del favoritismo gubernamental hacia Televisa, y si se supuso que el recambio en la Comisión Federal de Telecomunicaciones tenía por propósito favorecer a ese consorcio en detrimento de la real competitividad en el ámbito de las telecomunicaciones, ahora las palabras del gobernante consolidan tales elucubraciones y las articulan con el respaldo brindado hace cuatro años por la empresa de Emilio Azcárraga Jean –tan criticable como inocultable– a una candidatura presidencial panista que no pudo subsanar sus debilidades ni con el fallo judicial que la proclamó triunfadora y que, por el contrario, arrancó con un déficit de legitimidad que no ha logrado saldar en casi cuatro años de ejercicio del poder.
Por añadidura, el operador gubernamental de la entrega de concesiones a Televisa, el secretario Juan Molinar Horcasitas, arrastra señalamientos graves por las presuntas omisiones en las que pudo haber incurrido como director general del Instituto Mexicano del Seguro Social en el caso del incendio de la guardería ABC, de Hermosillo, en el que murieron 49 niños; por su falta de vigilancia de las operaciones dudosas realizadas por los ex propietarios de la aerolínea Mexicana, y por su decisión de entregar a rajatabla, pasando incluso por encima de órdenes judiciales, las concesiones que dan materia a esta reflexión. Este último punto pone en cuestión, una vez más, el pretendido compromiso de la administración calderonista con la legalidad, piedra de toque discursiva de la también cuestionada guerra emprendida por el actual gobierno contra la delincuencia organizada.
En suma, la intervención de Felipe Calderón en el asunto de la licitación 21 da la impresión de ser un intento por salvar un acto oficial indefendible. Se debilitan, con ello, la imagen y la autoridad gubernamentales, y eso no es bueno para la administración calderonista, como tampoco para el país. El propio Ejecutivo federal se ha estrechado el margen para la rectificación; sin embargo, ante las numerosas críticas, impugnaciones y querellas técnicas, políticas, mediáticas y judiciales contra el resultado de la licitación 21, el camino procedente y correcto es una revisión general del proceso, así como el establecimiento de normas que propicien la democratización y la verdadera competencia en el espectro radioeléctrico, que lo abran a la pluralidad, que pongan fin al control oligárquico de las telecomunicaciones y al imperio del lucro descontrolado en este sector y que orienten el uso de las frecuencias nacionales –propiedad de la nación, a fin de cuentas– al servicio del desarrollo, de la educación, de la cultura y de la civilidad.