De tradiciones, traiciones e imprevisiones
ntre los problemas que mal enfrentan los toreros de hoy, como el resto de la humanidad, destaca su relativa conciencia de la muerte, no obstante el riesgo físico a que están sujetos por su profesión, cada día menos azarosa y más previsible por la falta de bravura en las reses. De otra manera, los toreros mostrarían una disposición más natural a morir, o menos dramatizada, cada tarde, delante de cada toro. Si a ello agregamos un sistema taurino que se encarga de desmotivar a quienes intentan destacar ante el peligro, la muerte se sale de las plazas y aparece con más puntualidad, por decir, en la vía pública.
José María Luévano, fino diestro de Aguascalientes, falleció la madrugada del lunes 24 de enero en un accidente de carretera. Apenas cuatro días antes había sido padre por tercera vez y en la séptima corrida de la actual temporada en la Plaza México desplegó una renovada actitud para mejor apuntalar su elegante y sólida tauromaquia.
Con 37 años de edad y 16 de alternativa, luego de haber triunfado en las plazas más importantes del país, José María, sin embargo, ya formaba parte de la nutrida lista de toreros a merced de los taurinos y su voluntarismo, no obstante las cualidades mostradas a lo largo de su carrera, impensadamente culminada el miércoles 12 de enero cuando salió a hombros de la plaza de Arandas, Jalisco. Por las gradas sube José María, con toda su muerte a cuestas
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La televisión privada, sobre todo de conciencia social, mantiene dos defectos graves: su obsesión por elevar el rating –personas que ven un programa en un momento determinado– a costa de lo que sea, y su absoluta falta de compromiso con la sociedad, gracias no sólo a una concesión del gobierno federal, sino a su inexcusable complicidad con éste, incumpliendo ambos la ley y sabedores, gobierno y televisoras, de que van en el mismo barco del cinismo y los beneficios mutuos, a ciencia y paciencia de un congreso que sigue remando en contra de la sociedad, enajenada y amedrentada por televisoras y gobierno. Vaya yunta.
Así, el lunes pasado, en entrevista con Joaquín López Dóriga en su noticiero, Emilio Azcárraga Jean, presidente de Televisa, dio a conocer entre otros proyectos la campaña Tradiciones, como una forma de dar a conocer a México a los mexicanos
(sic), luego de medio siglo de engatusar televidentes y apostar por la ordinariez y la simpleza como torpe manera de aumentar el rating, le faltó decir.
¿Quién ordenó exceptuar a los concesionarios de la obligación que les impone la ley (1960) de “elevar el nivel cultural del pueblo… las costumbres del país y sus tradiciones, la propiedad del idioma y exaltar los valores de la nacionalidad mexicana”? Los gobiernos federales de los últimos 50 años y su abyecta complicidad con la televisión. ¿Qué enfermo decidió expulsar de las televisoras comerciales y estatales la rica tradición musical de México y reducirla a onda grupera y a concursos mediocres? La irresponsabilidad y el rating. ¿Quién eximió a las secretarías de Gobernación, Comunicaciones, Educación y Salud de las obligaciones que les señala la Ley Federal de Radio y Televisión? Los monarcas sexenales y sus séquitos, traidores todos al pueblo y a la Constitución.
Exaspera el descaro del declarante e intriga la intención de fondo de tan tardía campaña. ¿Realmente le interesa a Televisa rescatar, revalorar y difundir tradiciones entre la sociedad? Cinco décadas de imprevisión de los concesionarios mexicanos ante las empresas trasnacionales, ¿se están revirtiendo contra sus propios intereses? ¿Vieron la necesidad de contenidos menos idiotas frente a las toneladas de basura nacional y gringa que a diario trasmiten desde que les fue otorgada la jugosa concesión a cambio de alcahuetear ineptitudes?
Por lo pronto, luego de que en nuestro país el entretenimiento chafa ocupa el lugar del adiestramiento urgente, el pasado martes en su programa, dos empleaditas de Azcárraga metidas a animadoras adularon al empresario de la Plaza México, alburearon a dos incautos matadores, bromearon con la ropa de torear y las cogidas –¿qué sientes cuando te cornan?
– y confundieron la espontaneidad con el lenguaje tabernario. También dieron pena ajena.