os tiempos recientes han estado abarrotados de noticias de toda índole, comenzando por el hecho histórico de la liberación
de Egipto hasta una serie de acontecimientos menores que, sumados, nos ayudan a dibujar la triste situación por la que atraviesa México.
Hecho histórico y universal, la movilización de la sociedad en Egipto, que nos muestra nuevamente que en estos tiempos, más que los partidos políticos, el factor decisivo del cambio es la sociedad civil en movimiento. Con sus desventajas y debilidades: no hay un estado mayor o un comité central que defina con precisión los momentos y los rumbos. Pero también con sus fortalezas y ventajas: la capacidad de sumar voluntades hacia un objetivo común, sin las vedas y vetos que imponen las ideologías y los programas de partidos. En alto grado espontaneidad contra planificación, pero cada vez más, con el ejemplo egipcio, dentro de marcos de alta racionalidad y contención, como si más allá de las apariencias hubiera un autocontrol que evitara los desgastes inútiles y aun suicidas y que llevara al movimiento por las avenidas reales del éxito y la construcción profunda.
Por supuesto que, en Egipto, lo más difícil está aún por realizarse: la edificación de una genuina democracia, no según el restringido modelo estadunidense (por eso se prolongó durante más de treinta años el autoritarismo de Mubarak), sino una democracia en la cual, en efecto, la ciudadanía, sus intereses y necesidades estén presentes siempre en las futuras tomas de decisión.
Tal modelo imaginado y en construcción posible será el que verdaderamente revolucione Medio Oriente y el mundo musulmán. Más: el que realmente tenga un impacto universal y duradero. En América Latina parece que en algunos momentos nos hemos acercado a experiencias semejantes: en todo caso, tales son los primeros pasos de la ruta para alcanzar una sociedad genuinamente liberada y liberadora. Por eso todos los hombres y mujeres que buscan, encuentran y defienden la genuina democracia viven hoy un momento de plenitud con el logro de los egipcios, que deseamos tenga influencia e impacto multiplicado al menos en su región.
Enseñaza inolvidable de estos días: las raíces espirituales y culturales de la tradición musulmana se han manifestado con toda su fuerza y esplendor, lo cual no tiene relación alguna con la grotesca imagen publicitaria que se ha querido imponer sobre la cultura islámica, equivalente a barbarie y crueldad. La lección de Egipto nos muestra exactamente lo contrario: la calidad, refinación y alcurnia de una de las tradiciones culturales más soberbias de la Tierra.
A diferencia de ese ejemplo de sensatez política, nuestros vecinos del norte y diría, también nuestros actuales dirigentes, se han exhibido otra vez recientemente como gente sin contención alguna en sus ambiciones. En México, el Ejército en las calles para emprender una guerra que nadie ha autorizado llega ya a sus límites de provocación y atropello al orden jurídico, sobre todo a los derechos humanos, y exhibe nuevamente sus mentiras e intenciones ocultas.
El Ejército en las calles es, en primer término, señal inequívoca de que en México no se permite la protesta social, sino en términos absolutamente restringidos. Si por una referencia leve a la integridad
presidencial, pidiendo que se aclarara una especie que corre ampliamente de boca en boca, se dio fin al contrato de trabajo de Carmen Aristegui, ¿qué podemos pensar que ocurriría por una protesta política multitudinaria, estando ya el Ejército en las calles? ¿Se percibe, entre otros efectos violatorios de los derechos de la persona, la consecuencia inhibitoria y prohibitiva de facto que implica la invariable presencia pública de las fuerzas armadas del Estado?
Pero, además de las consecuencias internas, de las que no podemos excluir una secreta intención de prolongar el poder, por la persona y partido de quien ejerce las funciones presidenciales, tenemos ya a la vista otro efecto absolutamente indeseable y rechazable: la sugerencia, reiterada por altos funcionarios de Estados Unidos, de que la guerra emprendida por Calderón no es ajena ni puede ser ajena a los intereses de la potencia. Ya que no se trataría simplemente de narcodelincuencia, sino de narcoinsurgencia, con todas las implicaciones políticas que trae consigo esta precisión. Y a tal definición el gobierno de Estados Unidos no puede ni quiere ser ajeno.
Brevemente: primero fue Hillary Clinton, secretaria de Estado; después Joseph Westphal, subsecretario de Defensa, y más recientemente James Clapper, jefe de la Inteligencia de Estados Unidos. Estos personajes se han ocupado, con mayor o menor propiedad, de desmentir o corregir sus dichos. No obstante, sabemos que en el mundo de la política es precisamente así que se inician o sugieren las intenciones profundas de los actores, lo que en el caso de México significa el propósito, al menos de algunos sectores del gobierno estadunidense, de penetrar, tomar en sus manos, dirigir si pueden las acciones militares que se llevan a cabo contra los narcoinsurgentes, lo que significa determinar las acciones de las fuerzas armadas mexicanas, y en el peor de los casos, intervenir territorialmente para llevar a cabo la ofensiva que se merece el enemigo común.
Se trata del señalamiento indirecto pero claro, con el pretexto de la guerra de Felipe Calderón, de un intervencionismo militar al que no estamos dispuestos los mexicanos. O ¿si está dispuesto el señor Felipe Calderón?