n el décimotercer día de la revuelta que se desarrolla en Libia se presentaron nuevos datos sobre la pérdida de control del territorio por el régimen de Muammar Kadafi –atrincherado en Trípoli, la capital–: los grupos rebeldes afirmaron haber tomado Misurata, la tercera ciudad del país, y Zawiya, urbe ubicada a 50 kilómetros de la capital de la nación magrebí. En tanto, la oposición anunció, desde Bengasi, la formación de un Consejo Nacional de transición que aspira a presentarse al reconocimiento de la comunidad internacional como emisario del pueblo libio y representante del país de ahora en adelante.
Por su parte, la secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, declaró ayer mismo que su país está en contacto con numerosos libios que intentan organizarse en el este (de Libia), en momentos en que la revolución se extiende también hacia el oeste
; señaló que el mundo asiste al principio de la era post-Kadafi
, y dijo que Washington está dispuesto a ofrecer cualquier tipo de ayuda
a los opositores. Es significativo que la diplomacia estadunidense haya formulado para Libia un ofrecimiento que no tuvo para los movimientos opositores en Egipto o en Túnez, ni tampoco para las expresiones de inconformidad que se desarrollan actualmente en otras naciones del Magreb y en Medio Oriente contra estructuras políticas vetustas, anacrónicas y antidemocráticas. El pronunciamiento apuntala la percepción de que, ante el desmoronamiento del régimen de Kadafi, Washington busca extender su papel en el conflicto libio de los terrenos diplomático y humanitario a la adopción de medidas militares, como se desprende de la información publicada ayer mismo en The Washington Post.
Más allá de los motivos detrás de esa postura –distintas voces críticas de Washington la han atribuido, por ejemplo, a un designio de ese gobierno por hacerse del control del petróleo libio–, la perspectiva de una internvención militar de Estados Unidos y sus aliados en Libia es indeseable y riesgosa. A estas alturas, parece difícil que el injerencismo estadunidense termine por reforzar la posición del líder libio, quien justamente ha insistido en culpar a los gobiernos occidentales, empezando por el de Washington, de las revueltas que se viven en su país. Mucho más probable es que la aplicación de medidas militares por Estados Unidos se volviera un factor adicional de tensión y división en Libia, terminara por alimentar las diferencias políticas y tribales en ese país, y pusiera en riesgo las posibilidades de un proceso de transición soberano que garantice su integridad como nación.
La proliferación de información incierta, fragmentaria y confusa –cuando no distorsionada– sobre lo que ocurre en Libia representa una dificultad adicional. Cabe recordar los señalamientos formulados por los senadores John McCain y Joe Lieberman, quienes pidieron que Washington entregue armas a los rebeldes y reconozca al gobierno provisional libio. Tales señalamientos pasan por alto la confusión que prevaleció ayer tras las colisiones declarativas de los opositores libios: por un lado, el ex ministro de Justicia de ese país, Mustafá Abdel-Jalil, dijo que encabezará un gobierno interino y dio a entender que cuenta con el respaldo de Estados Unidos; por el otro, el vocero oficial del Consejo Nacional, Abdul Haziz Gouga, negó esos dichos, dijo que no podía haber acomodos con remanentes del régimen de Kadafi, rechazó totalmente
cualquier intervención extranjera y afirmó que los libios nos protegeremos y liberaremos a Libia por nosotros mismos
.
En la circunstancia actual, en suma, la postura de Washington frente a Libia parece, más que un gesto de solidaridad con los opositores de ese país, un nuevo intento de reforzar sus intereses y su control en esa nación y en la región. Frente a ello, es particulamente necesario que la opinión pública internacional demande que en Libia se aplique, como reclama el Consejo Nacional de Bengasi, el principio de no intervención.