a Secretaría de Gobernación admitió ayer el recuento elaborado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) de los civiles manifiestamente inocentes que han resultado muertos en operativos de fuerzas federales –tanto policiales como militares–, y que se eleva a 111 personas, sólo en los últimos meses de 2010. La cifra, escandalosa, no incluye a las personas que han sido victimadas por efectivos de corporaciones estatales y municipales en el contexto de la guerra
contra la delincuencia organizada que declaró la actual administración, ni las bajas colaterales
causadas por los despliegues policiaco-militares de diciembre de 2006 a la primera mitad del año pasado. Tampoco incluye, por supuesto, homicidios como los de Elías Salazar, su hermana María Magdalena y su esposa, Luisa Ornelas, perpetrados hace unos días en Ciudad Juárez; el de su hermana, Josefina, asesinada a principios del año pasado; el de Marisela Escobedo, ni los de otros incontables ciudadanos honestos que han sido ultimados por grupos delictivos.
El hecho es que, a contrapelo del discurso oficial en el sentido de que la gran mayoría
de las bajas de la violencia que se abate sobre el país son integrantes de la criminalidad organizada, hay sobrados elementos para asumir que una importante porción de las más de 30 mil muertes causadas por las confrontaciones armadas entre cárteles y mafias, y entre éstos y las fuerzas gubernamentales, corresponde a personas no afiliadas a la delincuencia, a hombres y mujeres que quedaron atrapados en el fuego cruzado, que fueron víctimas del nerviosismo de efectivos castrenses o policiacos en retenes carreteros o urbanos, de luchadores sociales que, por sus actividades, provocaron la cólera de organizaciones delictivas, o incluso de familiares de soldados que fueron víctimas de venganzas demenciales por parte del narco, como les ocurrió a los parientes del marino Melquisidec Angulo Córdoba, quien cayó en el combate que desembocó en la muerte del presunto capo Arturo Beltrán Leyva en Cuernavaca, Morelos, en diciembre de 2009.
Es decir, si en algo se parece a los conflictos bélicos convencionales la guerra
declarada por el gobierno calderonista, sumada a los enfrentamientos que desde antes tenían lugar entre grupos ilegales, es en el hecho de que buena parte de las vidas cobradas son de personas no involucradas de manera alguna en las confrontaciones.
De por sí resulta inadmisible que el aparato militar del Estado sea lanzado a combatir expresiones delictivas, por poderosas y desafiantes que éstas resultan –toda vez que esa maquinaria de guerra tiene como función preservar la soberanía nacional de amenazas externas, no el exterminio de un grupo de mexicanos, por transgresor que sea–, el saldo de bajas colaterales
que exhibe esta aventura constituye un elemento más para demandar que el problema de la criminalidad y la inseguridad pública sean abordados de maneras distintas a la actual.
Las declaraciones unilaterales de guerra por parte de los poderes ejecutivos, sin la previa aprobación de los legislativos, es propia de las tiranías no de las democracias. Aun si se cumple esa condición, es claro que ningún esfuerzo bélico puede lograr sus objetivos si no cuenta con el consenso de la sociedad.
En el caso de México, la ofensiva policiaco-militar del gobierno contra las delincuencias –y, de manera incidental, contra centenares o miles de inocentes, como lo muestran las cifras de la CNDH– no es producto de un mandato ni ha tenido, en ningún momento, un respaldo social claro. Peor aun, la administración que la emprendió está marcada, de origen, por un inocultable déficit de legitimidad; de hecho, numerosas voces han señalado que la guerra
calderonista tenía como objetivo principal no la erradicación de la delincuencia organizada, sino la obtención de un respaldo popular del que el gobierno actual carecía desde su arranque.
Desde esa perspectiva, e independientemente de que el empeño belicista en curso haya fortalecido a las entidades criminales en vez de debilitarlas, la estrategia de seguridad pública y combate a la criminalidad es, también, contraproducente. Es urgente, en tal circunstancia, que las autoridades emprendan una autocrítica honesta y profunda, para que reformulen de manera radical sus políticas en esta materia. De otra manera, la exasperación social podría volverse incontenible.