Alimentos
Martes 8 de marzo de 2011, p. 26
En todo el mundo, el sistema alimentario está en crisis. Los precios se han disparado; ahora son más altos en términos reales que en cualquier momento desde 1984. Podrían elevarse aún más si, como se teme, la sequía arruina la cosecha de trigo de China.
Los alimentos han tenido algo que ver (es difícil decir cuánto) en los levantamientos en Medio Oriente. La carestía añade millones al número de quienes se van a dormir con hambre cada noche. Es el segundo salto de los precios en menos de cuatro años. Las empresas suenan la alarma y el Grupo de las 20 mayores economías del mundo ha puesto la seguridad alimentaria
a la cabeza de su lista de quehaceres para 2011.
Esta atención se agradece, pero el salto de precios es apenas parte de un conjunto mayor de preocupaciones. Al concentrarse en la comida, los países necesitan distinguir entre tres clases de problemas: estructurales, temporales e irrelevantes. Por desgracia, los trazadores de políticas han puesto hasta ahora demasiada atención a los últimos y no la suficiente a los primeros.
Especulación ociosa
Las principales razones de los precios altos son temporales: sequía en Rusia y Argentina, inundaciones en Canadá y Pakistán, vetos a la exportación en países decididos a conservar sus reservas, cualquiera que sea el costo para otros; compras de pánico de importadores empeñados en reconstruir sus reservas de granos.
Las influencias ajenas a la agricultura empeoran las cosas: la mayor debilidad del dólar abarata la acumulación de reservas de alimentos en divisas locales, y el alza de precios del petróleo eleva el costo de los insumos (se requieren grandes cantidades de energéticos para hacer fertilizantes nitrogenados, por lo que los precios de éstos siguen a los del petróleo).
Hay quienes culpan a otro factor: la especulación. Cierto, un mayor comercio financiero vuelve más volátiles los precios, aunque la evidencia es insuficiente. Pero el comercio no puede elevar los precios a largo plazo porque por cada compra hay una venta. Eso no ha detenido a Nicolas Sarkozy, presidente actual del G-20, de tratar de persuadir al club económico más exclusivo del planeta de combatir a los perversos especuladores.
En los días que corren, los grandes cambios estructurales, como el crecimiento de China e India, influyen en los precios más de lo que se pudiera pensar. Los dos gigantes asiáticos demandan más comida (y más diversificada), pero hasta ahora sus propios campesinos han satisfecho esa necesidad en gran medida, así que no han requerido comerciar mucho (aunque eso podría tener un cambio dramático si China tuviera que importar trigo este año).
Sin embargo, en las próximas décadas esos factores fundamentales tendrán mayor importancia. Una buena estimación es que la producción de alimentos tendrá que elevarse 70% hacia 2050 para mantenerse al ritmo del crecimiento de la población, de la explosión de las megaurbes en los países en desarrollo y los cambios en la dieta que vienen con la riqueza y la urbanización. Los grandes incrementos serán más difíciles de lograr que en el pasado porque hay muy poca tierra sin cultivar que se sume a la producción, no habrá más agua y, en algunos lugares, poco se ganará amontonando más fertilizante. El cambio climático bien podría exacerbar estos problemas.
Por primera vez desde la década de 1960, las cosechas de los granos más importantes del planeta, el trigo y el arroz, aumentan más despacio que la población global. El mundo no puede alimentar apropiadamente a los 7 mil millones de habitantes actuales. ¿Cómo podrá hacerlo con los 9 mil millones que se prevén para 2050?
El punto de arranque puede parecer paradójico: elevar los precios. Para alimentar a 9 mil millones de personas en 2050, los países que producen una miserable tonelada por hectárea tendrán que producir dos; es necesario salvar la enorme cantidad de alimentos que se desperdician en los campos de los países pobres, y los agricultores tendrán que revertir la prolongada declinación en el rendimiento de las cosechas. Todo esto requiere de mayores ingresos para los agricultores, lo cual atraerá mayores inversiones. Sin ellos no habrá sólo mil millones de personas con hambre (el equivalente a la población de la India) en 2050, sino 2 mil millones más. De algún modo, las ganancias de los agricultores deben elevarse sin infligir una miseria indecible en los pobres.
Investigación necesaria
Enfocarse en la ayuda a los más pobres es parte de la solución. Los programas de transferencia condicionada de recursos, como Oportunidades en México y Bolsa Familia en Brasil (en los que la madre obtiene un pequeño estipendio a condición de que sus hijos asistan a la escuela y atiendan su salud), pueden funcionar bien: 70% de los pagos de Bolsa se emplean en alimentos.
En cuanto a elevar la producción agrícola, The Economist cree que buena parte de la respuesta está en retirar barreras comerciales y recortar subsidios. Reducir aranceles en los países ricos elevaría las exportaciones de los campesinos pobres. Un acuerdo para limitar las barreras comerciales podría hacer que los exportadores pensaran dos veces antes de perturbar los mercados mundiales.
Los países deben desechar las metas referentes a biocombustibles, los cuales propician un negocio caro y dañino para el medio ambiente, que distorsiona sin necesidad los mercados de alimentos. El subsidio al etanol en Estados Unidos es un colosal ofensor. Hasta abrir el comercio minorista a extranjeros puede servir: empresas como Wal-Mart son eficientes en llevar la comida a los anaqueles de los supermercados en vez de dejar que se pudra en los campos.
Aunque los gobiernos pueden ayudar mucho haciéndose a un lado en un mercado que ha estado terriblemente distorsionado, en un aspecto necesitan hacer más: revertir el descenso en el gasto público destinado a la investigación agropecuaria. A diferencia de otros subsidios al campo, la investigación básica sí funciona.
La revolución verde comenzó con investigación pública. Lo mismo ocurrió con los recientes éxitos agrícolas en Brasil. Los países occidentales no han aprendido la lección. Con gran autocomplacencia han recortado los fondos para el trabajo que realizan universidades e instituciones internacionales. Ha sido un error enorme: la investigación agropecuaria básica ayuda a todo el mundo… y es una ganga. Mil millones de dólares proporcionan muchos miles de millones de beneficios en términos de alimentar a la población y prevenir disturbios por hambre.
Por lo tanto, los países ricos deben financiar en forma apropiada el sistema CG
, red de instituciones con respaldo gubernamental, que realiza investigación sobre arroz, trigo, maíz y ganado. Y los gigantes emergentes deben contribuir también. China, India, Brasil y Rusia se quejan de que no reciben el respeto que merecen: he aquí una oportunidad de que se lo ganen ayudando a suscribir un bien público global. Deben contribuir al sistema GC (como México lo hace) y poner su investigación nacional al alcance de más países. Pocas cosas importan más para la felicidad humana que las cosechas de los cultivos alimenticios básicos.
Fuente: EIU
Traducción de texto: Jorge Anaya