l Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas (ONU) aprobó ayer por mayoría –10 votos a favor y cinco abstenciones– una resolución en la que se autoriza la creación de una zona de exclusión aérea sobre la convulsionada Libia –que ayer cumplió a su trigésimosegundo día de revueltas en contra del régimen que encabeza Muammar Kadafi–, en la que se avalan los ataques aéreos en las zonas controladas por el gobierno de Trípoli, si bien se excluye la posibilidad de una ocupación militar en el país. Por su parte, el gobierno de Estados Unidos, que desde hace días ha posicionado medios militares en el mar Mediterráneo, se dijo dispuesto a atacar de inmediato, en tanto que el régimen francés señaló que es necesario responder en cuestión de días o de horas
.
Aunque el propio Consejo de Seguridad justificó su resolución como una forma de proteger a la población civil y las áreas pobladas bajo ataque
de las tropas oficiales libias –en especial la ciudad de Bengasi, el bastión rebelde–, resulta por demás improbable que la operación no termine por cobrar un saldo mayor de vidas inocentes, situación tan inaceptable como la que se ha dado hasta ahora a raíz de los bombardeos ordenados por Kadafi contra la población. Se asiste, pues al riesgo de una reiteración, en la nación magrebí, de la dinámica de violencia, muerte y sufrimiento característica de las llamadas guerras humanitarias
, término tan contradictorio como inmoral con el que se calificó a las intervenciones armadas occidentales en territorio de la antigua Yugoslavia, en particular en Bosnia y en Kosovo, las cuales desembocaron en el aniquilamiento de civiles serbios por las tropas de la OTAN.
Para colmo, la realización de ataques militares contra posiciones del otrora hombre fuerte de Libia no garantiza la pacificación ulterior de ese país: tal parece que los integrantes del Consejo de Seguridad no han querido ponderar, al tomar la decisión comentada, los saldos devastadores de las ocupaciones que Washington lleva a cabo en Afganistán e Irak desde hace 10 y ocho años, respectivamente. Esas aventuras bélicas, colonialistas e injustificables, no han contribuido a erradicar la violencia ni las expresiones del fundamentalismo islámico en esas naciones –por el contrario: han agravado las primeras y robustecido a las segundas– y han supuesto una cuota inaceptable de muertes y destrucción material para esos países y una debacle diplomática, política, militar y moral para Estados Unidos y sus aliados.
En el caso que se comenta, la eventual intervención aérea sobre territorio libio plantea el riesgo de exacerbar y radicalizar el nacionalismo de los sectores todavía leales a Kadafi; de sembrar y alimentar rencores contra las naciones agresoras y de introducir, en suma, nuevos y graves riesgos de inestabilidad en el escenario magrebí y en el mundo árabe en general.
Ciertamente, habría sido inadecuado e improcedente que la comunidad internacional soslayara los datos disponibles sobre la bárbara represión gubernamental con la que el régimen de Kadafi pretende encarar la rebelión en su contra. Pero el hecho de que las principales potencias del mundo hayan fracasado en sus intentos de disuadir a ese régimen por los distintos medios políticos, económicos y diplomáticos a su alcance no garantiza que vayan a conseguirlo mediante los ataques militares; por el contrario, la resolución de ayer abre un margen para la multiplicación de muertos y de destrucción material en el país africano, y representa un triunfo para las tendencias occidentales, y más propiamente estadunidenses, de combatir la atrocidad con una atrocidad multiplicada.