yer, en el Foro Internacional sobre Migración y Trata de Personas, que se lleva a cabo en la capital chiapaneca, el representante regional de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, Antonio Mazzitelli, dijo que en el curso del año pasado el tráfico de migrantes hacia Estados Unidos generó ganancias por seis mil 600 millones de dólares, sólo por lo que hace al movimiento de mexicanos. El funcionario internacional deploró que las organizaciones criminales dedicadas a esa actividad se hayan convertido en industrias transnacionales
que utilizan a las personas que migran como correos para transportar drogas, abusando de su indefensión.
La operación de esos grupos es ciertamente condenable, además de ilegal, en la medida en que constituye una de las formas más extremas y bárbaras de lucro a partir de las necesidades y el sufrimiento humanos. Pero los flujos migratorios no se detendrán con el combate a los polleros y demás traficantes de personas. Para poner el asunto en su justa perspectiva, ha de reconocerse que los traficantes son sólo algunos de los beneficiarios –los más directos, sin duda– de asimetrías económicas, políticas y legales que no se van a corregir a corto plazo y que seguirán motivando a millones de personas a emprender el incierto y peligroso camino hacia el norte.
El desplazamiento masivo de individuos y hasta de comunidades que buscan llegar a territorio estadunidense en busca de trabajo es un fenómeno positivo para las economías de Estados Unidos, México, Centro y Sudamérica; ese flujo provee a la superpotencia con mano de obra barata que le garantiza la competitividad de sus exportaciones en diversos ramos, e inyecta en las maltrechas finanzas mexicanas cantidades de divisas –por medio de remesas– de las que la economía nacional no está en condiciones de prescindir.
Si los gobernantes y legisladores mexicanos que firmaron y aprobaron el Tratado de Libre Comercio de América del Norte se hubieran preocupado por exigir a Estados Unidos y Canadá que al libre tránsito de mercancías se agregara el de personas, y si el gobierno de Washington no mantuviera una política de criminalización de los trabajadores migratorios, los traficantes de personas no tendrían materia de negocio ni personas a las cuales explotar. La vulnerabilidad de los migrantes –mexicanos y centro y sudamericanos– y su propensión a ser utilizados en toda clase de negocios criminales derivan de la persecución que mantienen contra ellos las autoridades estadunidenses e incluso las mexicanas, cuando se trata de ciudadanos centro o sudamericanos.
Así pues, sin que ello implique renunciar al combate policial de las redes dedicadas a traficar con seres humanos, es claro que la solución de fondo de ese fenómeno sería lograr el establecimiento de una zona de libre tránsito y de fronteras abiertas en América del Norte y el cese del sistemático hostigamiento policial que las autoridades mexicanas practican –a pesar de sus abundantes buenos propósitos, meramente discursivos– contra las personas que provienen de naciones hermanas de Latinoamérica y que se aventuran en el territorio nacional con la esperanza de alcanzar la frontera sur de Estados Unidos.