a detonación de un artefacto explosivo que sacudió ayer el centro de Oslo –capital de Noruega–, y el tiroteo sucedido en un campamento de verano de las juventudes de una organización socialdemócrata, en la isla de Utoeya –hechos que en conjunto arrojaron un saldo de casi 90 muertos y decenas de heridos–, han provocado en las últimas horas cuotas similares de rechazo y sorpresa en aquel país y en el resto del mundo. Las particularidades de la nación escandinava amplifican el sentir de desasosiego e incertidumbre en la opinión pública internacional: se trata de un país nunca antes tocado por atentados de esta magnitud, prácticamente ajeno a cualquier tipo de violencia política y en el que la seguridad de la población era hasta ayer un hecho indiscutible.
Aunque las primeras versiones extraoficiales vincularon la autoría del atentado en la capital noruega a grupos de extremistas islámicos, el episodio dio un vuelco luego de que los medios informaron la detención de un ciudadano noruego, con presumibles vínculos con grupos de la extrema derecha y al que la policía nacional relaciona con ambos atentados. A falta de mayores elementos de juicio que permitan esclarecer la autoría material y el móvil de estos hechos, es pertinente señalar que un telón de fondo ineludible de los mismos es, precisamente, la intensificación en el activismo de grupos de corte neofascista que, según informes de las fuerzas de seguridad, operan en aquel país y han desarrollado vínculos con organizaciones similares en la vecina Suecia y en Rusia. Un precedente significativo, al respecto, es el descarrilamiento, provocado por una explosión en noviembre de 2009, del tren Nevsky Express –que corre entre Moscú y San Petersburgo–, hecho que se saldó con decenas de muertos y cientos de heridos, y que fue reivindicado por el grupo nacionalista ruso de extrema derecha denominado Combat18-Nevograd.
Con estas consideraciones en mente, y de confirmarse la información presentada hasta ahora, se estaría asistiendo a la irrupción de un nuevo factor de amenaza y desestabilización para las sociedades de la Europa contemporánea. Paradójicamente, tales expresiones estarían surgiendo en sociedades que, como la noruega y la sueca, son usufructuarias de generosos regímenes de bienestar, cuentan con altos índices de educación y se distinguen por la apertura, la tolerancia y las libertades políticas.
Por lo demás, el hecho de que las primeras hipótesis sobre el atentado de ayer se hayan centrado inicialmente en el extremismo islámico hace pertinente relativizar las recurrentes caracterizaciones de Noruega como un país pacifista y ajeno a las historias de agresión y colonialismo de las grandes potencias occidentales; cierto, la nación escandinava es reconocida por su papel como mediadora en conflictos internacionales –recuérdese, por ejemplo, su gestión durante la firma de los acuerdos de Oslo (1993) entre Israel y la Organización para la Liberación de Palestina, y su intervención para lograr un alto al fuego en 2002 entre el gobierno de Sri Lanka y los Tigres de la Liberación Tamil–, pero también es verdad que el gobierno noruego ha venido sumando, en años recientes, animadversión entre grupos fundamentalistas, sobre todo a partir del envío de sus tropas a Afganistán y de la participación en el bombardeo de la OTAN sobre Libia: cabe recordar que desde 2004, y posteriormente en 2008, la red Al Qaeda había señalado a Noruega como uno de los objetivos de esa organización.
Hasta ahora, y ante la falta de explicaciones cabales y concluyentes sobre los atentados de ayer en Oslo y Utoeya, sólo es posible establecer dos certezas: que, a pesar de las cruzadas antiterroristas iniciadas hace una década por Washington y sus aliados, ese fenómeno como tal sigue vivo, y que los atentados en Noruega tendrán un efecto inmediato en la articulación interna de ese país, en el manejo de su seguridad pública y nacional y también, necesariamente, en su proyección internacional.