on el telón de fondo de los retrocesos del peso mexicano y de otras divisas latinoamericanas en sus respectivas cotizaciones en dólares, el gobernador del Banco de México, Agustín Carstens, afirmó que han sido sobrevendidas y es probable que se vea una corrección importante en los próximos días
. “Una vez que se asiente el polvo –agregó– esperamos que los inversionistas vuelvan a evaluar a los países por sus méritos.” En suma, la pérdida de valor de la moneda nacional es un fenómeno pasajero y no debe ser motivo de preocupación.
El discurso tranquilizador no es nuevo, y posiblemente forme parte de las tareas de quien desempeña la máxima autoridad monetaria del país. Es, simplemente, característico de los eufemismos con los que los funcionarios económicos del régimen presentan un panorama que, a ojos de grandes sectores de la población, resulta desolador y alarmante.
Por principio de cuentas, la instauración del libre cambio –corolario natural del libre comercio– implicó transferir al mercado lo que hasta entonces constituía una facultad gubernamental, que era la fijación del tipo de cambio del peso frente al dólar. De paso, la medida permitió borrar del discurso oficial el término devaluación, cuyas connotaciones políticas se consideraban indeseables, y remplazarlo por depreciación.
Devaluación o depreciación del peso; el hecho de que el dólar estadunidense suba de precio en los mercados cambiarios genera desajustes severos en la de por sí precaria economía nacional. El fenómeno perjudica con particular intensidad a los sectores que dependen total o parcialmente del tipo de cambio, daña las finanzas de la población en general, en la medida en que constituye un factor inflacionario, y beneficia sólo a un sector exportador que es mucho menos determinante de como lo presenta la propaganda oficial: desmantelada buena parte de la industria nacional a consecuencia del modelo neoliberal implantado en el país desde hace tres décadas, la porción medular de las exportaciones no petroleras se reduce a un puñado de agroindustrias y a plantas maquiladoras establecidas aquí por empresas transnacionales, en cuya operación es muy poca la riqueza generada que se queda en el país.
Desde luego, cuando las fluctuaciones cambiarias inducen un incremento en las utilidades de ese sector, ello no se traduce en mejores salarios, en una mayor derrama económica para los proveedores ni necesariamente en el pago de más impuestos.
En cambio, la variación de un solo punto porcentual en la cotización peso-dólar genera aumentos de precio casi automáticos en insumos y productos importados que provocan, a su vez, justificadas preocupaciones en la población. Asimismo, pierde valor de manera instantánea el patrimonio de la inmensa mayoría de los mexicanos que se valúa en pesos, no en dólares, incluidas, por supuesto, las cuentas de retiro.
Las depreciaciones de la moneda pueden resultar intrascendentes o hasta positivas para economías robustas –si es que aún queda alguna en el planeta–, pero ciertamente, no es el caso de la nuestra, postrada por el debilitamiento sistemático y programado del mercado nacional, la apertura indiscriminada al exterior y la grave dependencia del exterior a la que ha sido conducido el país en casi todos los órdenes. En México, los catarritos más leves devienen pulmonías.