l parlamento griego comenzó ayer la discusión y votación de un nuevo paquete de medidas de austeridad que prevé el despido de unos 30 mil empleados públicos, un recorte adicional a los salarios de burócratas y a las pensiones, la reducción de los derechos en los contratos colectivos y la disminución del salario mínimo a 500 euros. Tales medidas forman parte de los esfuerzos del gobierno de Giorgios Papandreu por convencer a la llamada troika del viejo continente –integrada por la Comisión Europea, el Banco Central y el Fondo Monetario Internacional– que entregue a Grecia nuevas ayudas económicas. Mientras tanto, la nación mediterránea volvió a quedar paralizada ayer por una huelga general de 48 horas en protesta por las medidas draconianas exigidas por Bruselas y los organismos financieros internacionales, y en Atenas, la capital, una multitudinaria marcha de por lo menos 120 mil personas terminó en nuevos enfrentamientos entre inconformes y policías.
Hasta ahora, las medidas exigidas por la troika y adoptadas por el gobierno de Papandreu, de poco o nada han servido para corregir los desastrosos indicadores macroeconómicos del país helénico: por el contrario, a tres meses de iniciado el segundo plan de rescate, la deuda de Grecia sigue creciendo por efecto de los incrementos en las tasas de interés –se prevé que para 2012 ascienda a 172 por ciento del producto interno bruto nacional–; continúan los ataques especulativos en su contra –que afectan al conjunto de economías de la llamada eurozona–, y su economía interna, sometida a una nueva oleada de despidos y recortes presupuestales, no da muestras de reactivación. En cambio, si algo han logrado las políticas de ajuste postuladas por el recetario neoliberal es que la nación helénica transite de una crisis económica a una política y social, como queda de manifiesto con la explosividad del descontento que recorre ese país.
Con todo, lo visto en semanas recientes en las calles griegas podría ser sólo la punta del iceberg de un desastre mayor. Ayer, en las oficinas del Banco Central Europeo, en Frankfurt, la canciller alemana Ángela Merkel afirmó que si el euro fracasa, Europa fracasa
; y llamó –en vísperas de la decisiva cumbre de la Unión Europea, a realizarse este fin de semana en Bruselas– a concretar cambios significativos
en el texto constitucional de ese conglomerado de naciones para lograr un paquete íntegro
de medidas anticrisis.
Aunque la propia mandataria advirtió ayer que los líderes europeos no permitirán que se llegue a ese extremo
, la sola mención de la desaparición del euro por parte de Alemania –motor económico de Europa– plantea una perspectiva preocupante, no sólo por ser indicativo de la profundidad de la crisis económica que se desarrolla en ese continente –cuyas consecuencias han sido particularmente devastadoras en Grecia, pero podrían extenderse a naciones como España, Portugal o Italia, e incluso a los países ricos de la eurozona–, sino también porque pone sobre la mesa una posible desvinculación entre Berlín y sus socios comerciales inmediatos, por vía del abandono de la moneda común. Es de suponer que de concretarse semejante escenario, asestaría un golpe demoledor al proyecto de integración económica en la Europa comunitaria y ocasionaría, en consecuencia, un desajuste mayúsculo y una retroalimentación de la crisis planetaria.
En suma, por improbable que resulte lo expuesto ayer por Merkel, sus afirmaciones debieran servir como una llamada de atención para el conjunto de autoridades europeas: en la medida en que éstos sigan sin atender la dimensión social de la crisis financiera, y en tanto no adopten un programa económico que privilegie el rescate de la población por encima de los capitales –al fin de cuentas, es la primera la que sostiene la economía y genera la riqueza, mientras que los segundos tienden a desintegrar entornos sociales y soberanías nacionales– se alimentará el riesgo de llevar a Europa, y al mundo, en consecuencia, a una sima insospechada de catástrofe económica, política y social.