ejos de los sueños ilustrados de hacer de la democracia una competencia entre visiones del mundo o, por lo menos, del país, nos despeñamos hacia el reino de la mercadotecnia, el golpe bajo y la glorificación de la imagen como punto de venta de la política. Ya el propio presidente del tribunal federal electoral adelantó una idea que promete: Creo que las elecciones deben ser belicosas, de confrontación; la ciudadanía debe estar informada plenamente de quiénes son y qué calidad tiene tal persona
. ¿No es ésa la idea de fondo tras la llamada guerra sucia donde todo se vale en nombre, justamente, del derecho a la información
de la inerme ciudadanía? Naturalmente que allí donde hay disputas reales la confrontación es y será dura, pues en definitiva tras el rostro de los candidatos asoman intereses diversos, proyectos y esperanzas distintas.
Lejos de los escenarios asépticos que sólo existen en la imaginación de algunos, la lucha electoral confronta fuerzas sociales que expresan aspiraciones legítimas y no, como se pretende, a figuras que aparecen como representantes simbólicos de diferencias sustantivas. El gran problema de nuestra vida política no es, por supuesto, la existencia de proyectos bien definidos en busca, digamos, de electores, es decir, de esa mayoría ciudadana que haga posible su realización, sino la evaporación de las cuestiones de fondo, su enmascaramiento, el énfasis en la inmediatez y el abandono del sentido de responsabilidad de los partidos y candidatos que únicamente entienden el hecho electoral como recurso para su autorreproducción.
Ojalá y los mismos que ahora se rompen las vestiduras contra las coaliciones de gobierno nos explicaran –sólo para el registro histórico– cuáles fueron y son los argumentos que permitieron primero al PRI gobernar con el apoyo del panismo y, luego, a los vencedores de la alternancia con sus deturpados enemigos priístas. Sin ese acuerdo, es decir, sin esa coalición de hecho, no hubiera sido viable la reforma del Estado con Salinas, es decir, ninguna de las transformaciones que, en efecto, modificaron la relación entre el Estado declinante de la Revolución Mexicana y la sociedad capitaneada por la iniciativa privada. Tampoco el Fobraproa o las concesiones que Fox hizo a los poderes fácticos. O la propia asunción de Calderón. ¿No es hora de que esos acuerdos se traduzcan en compromisos públicos, en normas verificables y no sólo en el capricho de los intereses más fuertes? La recomposición de los partidos a partir de planteamientos programáticos es –y lo será más en el futuro– una necesidad para el avance democrático del país. El viejo arreglo no da más de sí. Está en crisis.
Nos acostumbramos –por herencia del viejo presidencialismo– a eludir la discusión pública, la deliberación y a mirar con ojos desconfiados la proximidad del acuerdo cuando es necesario y posible, pero creció hasta la desmesura la idea de que la democracia es una suerte de tierra de nadie donde todo, cualquier método se vale con tal de ganar.
De palabra se condena la intransigencia, pero en la realidad –aunque los políticos negocian todo el tiempo– se gratifica el ruido, la disonancia mediática que confunde el debate con un recurso bélico, como define el presidente del tribunal. Esta esquizofrenia política es responsable de que en vez de la pugna entre propuestas distintas para solucionar los graves problemas del país, veamos una degradación de la competencia, convertida en intercambio de pullas que ocultan los intereses en juego. Esa política, centrada en la defensa a ultranza del partido
(de la llamada clase política
) oculta lo que en la práctica ha sido sustancial: la convergencia de objetivos entre fuerzas que aparentan estar en las antípodas, aunque al final sirvan a los mismos factores de poder.
Resulta lamentable que el gran debate entre el PRI y el PAN derive de unas declaraciones del Presidente a la prensa extranjera, cuya traducción se nos ofrece como respuesta suficiente. Ése es el nivel, como si no bastaran los temas controvertibles aquí y ahora, en el espacio cotidiano, esos mismos que los poderes mediáticos no destapan
para no descobijar a sus favorecedores. En este caso, al parecer lo que importa es la imagen
proyectada hacia afuera, el deseo de convencer a los del otro lado de quién es el bueno de la película, sin advertir el hartazgo de al menos una creciente corriente de ciudadanos con el juego como tal, el cual permite que el ex presidente Fox compare la situación que originó la creación de la Comisión para la Paz en Chiapas (Cocopa) con la realidad de violencia actual para justificar un alto al fuego
pactado con las bandas criminales. Sabemos las limitaciones del señor Fox, pero es un ex presidente cuya gestión el PAN reivindica como legado inscrito en su propia oferta electoral. ¿No es hora de que los panistas nos digan lo que piensan al respecto?
Tal como van las cosas, no hay garantía de que la competencia por la Presidencia de la República se despliegue en un contexto de civilidad y respeto. Al contrario. Las maniobras de 2006 para descalificar a López Obrador como un peligro para México
reaparecen incorporadas al arsenal de quienes se disponen a refrendar la hegemonía del bloque dominante. La autoridad del IFE en su calidad de árbitro está absolutamente mermada, y mortalmente herida, por la ofensiva calculada de los medios y el sector de los partidos que prefieren una institución dócil hacia sus intereses, una entidad administrativa para organizar los comicios y no una instancia autónoma del Estado, vigilante de la democracia. La omisión en el nombramiento de los consejeros expresa la crisis del régimen político que estará presente a lo largo del proceso electoral. La temporada apenas comienza y no todo está dicho. Veremos.
A Tere con emoción mis recuerdos.