ntegrantes de la fracción parlamentaria del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en la Cámara de Diputados señalaron el riesgo de que el incremento en los precios de los comestibles multiplique el número de mexicanos en situación de pobreza alimentaria. A renglón seguido, los legisladores cuestionaron que el gobierno federal dé preferencia presupuestaria a programas sociales asistencialistas, y advirtieron que el problema del hambre en el país podría solucionarse en 18 años, si anualmente se aumentara 6 por ciento el presupuesto destinado al programa Oportunidades.
Ilustrativo del riesgo apuntado por los legisladores priístas es el incremento en el número de personas en pobreza alimentaria en el país, el cual, según el Consejo Nacional de Evaluación de Política Social, pasó de 23 a 28 millones entre 2008 y 2010. A esto deben agregarse los datos recabados por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) sobre los precios de esos productos, los cuales registran alzas de hasta 3 por ciento superiores a los observados en 2008, año en que se dio, cabe recordar, una de las peores crisis de la historia en esa materia. Finalmente, no puede soslayarse que la tendencia alcista en los precios de productos básicos –y el consecuente avance del hambre entre la población– se ve acentuada en México por circunstancias particulares que van desde los fenómenos climatológicos –sequías, heladas, inundaciones– hasta decisiones de política económica, como el encarecimiento de los combustibles.
Con todo, la solución a este problema no pasa exclusivamente por el incremento presupuestario destinado al agro –lo cual es, sin duda, necesario–, sino por la redefinición de la política agrícola vigente en México desde hace más de dos décadas: desde la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), y especialmente a raíz de la entrada en vigor de la cláusula respectiva de ese instrumento –que libera de toda limitación el comercio de granos–, se ha insistido en la necesidad de fortalecer la producción mexicana y de protegerla de importaciones baratas que, a la larga, resultan desastrosas para el abasto popular; se ha enfatizado, asimismo, la pertinencia de crear reservas estratégicas de granos para proteger a la población ante los ciclos de encarecimiento y de burbujas especulativas, y se ha subrayado la conveniencia de que el Estado se reintegre a eslabones fundamentales de la producción agraria, como la fabricación de fertilizantes, la fijación de precios de garantía y las cadenas de abasto popular.
Las voces de alerta correspondientes han resultado, a final de cuentas, atinadas, y hoy son evidentes las implicaciones negativas de haber permitido, en aras del libre comercio, el abandono del campo, el desmantelamiento de instituciones de asistencia popular, y la destrucción de ejidos propiciada por las reformas al artículo 27 constitucional, en su momento impulsadas por una presidencia priísta –la de Carlos Salinas de Gortari– y avaladas por legisladores de ese mismo partido.
A la larga, dejar las necesidades de abasto de la población a los vaivenes del libre mercado internacional, sobre todo en el caso de países pobres, como el nuestro, acaba siendo mucho más caro y coloca a los gobiernos ante una disyuntiva lamentable: destinar porciones exorbitantes de sus recursos a la adquisición de alimentos foráneos o dejar que segmentos enteros de la población sean víctimas del hambre. En el momento presente, cuando la carestía mundial amenaza con causar mayores estragos en el país, las autoridades deben fijarse como objetivo prioritario la recuperación de las capacidades productivas del agro, incluso a costa de subsidios, que son vistos con recelo desde la ortodoxia económica de la que abreva el grupo en el poder y que, sin embargo, constituyen instrumentos regulares de política agraria en países avanzados como Estados Unidos, Japón y los principales integrantes de la Unión Europea. Al final, la producción alimentaria es un factor de soberanía y seguridad nacional por el cual debe pagarse un precio, y si las autoridades de esos países y regiones son capaces de entender esa premisa, resulta exasperante que sus contrapartes mexicanas no puedan hacer otro tanto.