el Museo Casa Estudio Diego Rivera, llegó a la casa una invitación que me conmovió: Lola Álvarez Bravo y la fotografía de una época
. Al abrirla apareció una foto plata sobre gelatina
de 1946 del ojo azul de Mariana Yampolsky, a quien extraño cada día más. Mariana aprendió fotografía con Lola y luego fue su asistente. Recuerdo que Hedwig, la madre de Mariana, le daba masajes a Lola, que nunca se cansaba de subir escaleras y medio matarse de trabajo para obtener las mejores tomas.
“Allá va con un montón de chivas, un equipo de la patada, el tripié, la Graflex, la cámara 8x10, que fue de Edward Weston y le compró a Tina Modotti. Allá va erguida, su pelo largo recogido en un chongo, sus piernas fuertes, sus brazos de abrazar, su boca arqueada que los muchachos en la calle le chulean. La joven Lola Álvarez Bravo va a retratar las tallas del Generalito en la Preparatoria.
–Alejandro Gómez Arias, con la exquisita cortesía que siempre lo caracteriza –me contó Lola Álvarez Bravo en una larga entrevista–, me encargó mi primer gran trabajo fotográfico. El primer día que llegué a la Prepa con todo mi bagaje, tripiés, luces que se me hacían como charamuscas pensé: Me van a comer los estudiantes
, y luego, luego se me acercó un muchacho burlón seguido por otros: Ay, que le ayudamos con la cámara, que le ayudamos con los reflectores
, así, vacilándome, y yo temblando por dentro pensaba: ¿Cómo voy a hacer para imponérmeles?
, y sin más le dije: “Sí, por favor, gracias, tome usted el tripié‚ y usted los reflectores. Vamos al Generalito”.
Yo cargaba una petaca de este tamaño y de este alto que había sido de Tina Modotti, y después de pedirle al administrador que me abriera el Generalito, les ordené a los estudiantes: Ahora, para alcanzar, creo que voy a tener que subirme en dos mesas, así que súbame esta mesa, por favor, encima de esta otra mesa y súbase usted primero y ayúdeme con los reflectores
. Sin más me hice fuerte y me trepé como chango. Hicimos todo el teatro, sacamos las fotos y le dije al que había empezado a vacilarme: Bueno, hágame el favor de decirme cuánto le debo, porque usted se ha molestado mucho conmigo y yo creo que usted es de los que pusieron aquí para ayudarme
. Primero se turbó mucho, no supo qué hacer, pero su reacción fue muy favorable, porque cada día que llegaba yo a trabajar me ayudaba con cámaras y luces. Lo que sí, tuve que hacer mucho, pero mucho esfuerzo para dominarme y abstraerme del mundo exterior y estar sólo atenta a lo que estaba haciendo, porque si hubiera tomado en cuenta el ir y venir de los muchachos, las circunstancias y el ambiente, un montón de dificultades, pues no hubiera podido trabajar.
En 1930, trabajar para una mujer era enfrentarse a la sociedad entera.
La mujer como escopeta: cargada y en un rincón. Lola, separada para acabarla de amolar, se lanzó a la calle a hacer fotografías. Sólo Tina Modotti se había atrevido y así le fue; la pusieron como camote.
Líbrenos Dios de decidir la propia vida; eso era cosa del diablo. Pinches comunistas. Todas las mujeres que se atrevían a romper tabúes; Lupe Marín, Nahui Olín, María Izquierdo, Antonieta Rivas Mercado, Concha Michel, Aurora Reyes, Frida Kahlo y la caminante de Benita Galeana, esa que andaba por los mítines con su petate enrollado, todas acabarían muy mal. Síganle, síganle hijitas de Eva, y van a ver nomás a dónde van a dar, al infierno con puros tizones en el fundillo.
Su cielo entre sus amigos que no podían vivir sin ella, su infierno en el reto cotidiano de salir a la calle a ver. Asumir todos los peligros, todas las dificultades, los sufrimientos y las soledades; aceptó los desafíos, el qué dirán
, brincó todos los charcos, fijó las texturas de la miseria y, sobre todo, derribó obstáculos. Se vio a sí misma tal como era: una joven mujer hermosa y libre. Decidió que a esa joven mujer no le iban a amarrar las manos ni a cerrar los ojos. Tampoco sepultaría su sensualidad. La dejaría cabalgar como lo hizo una noche en que se vio en un campo de trigo maravilloso de metro y medio de alto convertida en una yegua blanca, sus crines y su cola a la altura del trigal, y se regodearía en aquella sensualidad del trigo sobre sus belfos, entre sus ancas, encima de su piel de yegua feliz, la yegua más bien hecha del mundo.
“Yo soy de Lagos de Moreno, Jalisco, me apellido Martínez de Anda, pero se me quedó el nombre de Álvarez Bravo y todo el mundo me conoce así. Me separé de Manuel y sólo me divorcié 15 años después, porque siempre pensé que los papeles no servían para nada. Bueno pues yo que me voy a procurar de papeles, a mí los papeles me vienen un cuerno.
“Sólo cuando Manuel se empezó a casar y a casar y casar y casar, porque ya ves como le gusta eso de la casadera, nos separamos legalmente. Manuel era muy mujeriego, y a mí me educaron muy mal, siempre en colegios de monjas, en el Francés, en el Teresiano, en el Sagrado Corazón; allí me enseñaron todas las mentiras que le enseñan a uno: un hombre es nada más para una mujer y una mujer nada más para un hombre, esto es así y esto es asá, y cuando al salir te enfrentas a la realidad de las cosas, es como si te dieran veinticinco mazazos en la cabeza.
“Yo conocí a Manuel y a todos sus hermanos cuando los dos éramos niños, y desde chicos nos quisimos todos, tanto así, que su mamá murió en mis brazos. La familia de Manuel era terriblemente pobre, su mamá tenía muchos hijos y alquilaba cuartos. Manuel empezó a trabajar muy chiquillo y sus hermanas también, pero iban a jugar con nosotros y yo me complementé mucho con ellos, y con Manuel me sentí completamente en mi lugar. Empecé a desenvolverme, teníamos gustos iguales, pasábamos muy buen tiempo, pero yo era muy idiota, porque desde casados a Manuel le encantaron las mujeres. Pero eso habla en su favor. Sí tienes razón, pero, mira, yo era muy idiota. Una vez íbamos en un camión los dos sentados y me dijo: ‘Mira qué guapa muchacha. Está muy buena para que le haga yo un retrato ¿verdad?’ ‘Ay sí’, le dije, ‘pero ¿no se enojará? Si quieres yo le digo’. ‘No’, me decía Manuel, ‘mejor tú bájate del camión, te vas a la Lagunilla y allí nos encontramos, y si no, nos vemos en la casa’. Me bajé del camión y ahí voy muy contenta.
“Es que yo tenía una confianza en él tan horrible como no tienes idea. Después me decían los amigos: ‘¿Que eres bruta o te haces?’, y les decía: ‘Pues no sé. Tal vez soy bruta, ¿verdad?’ Hasta que abrí el ojo, me dolió mucho. Ese día sí, haz de cuenta, como el venadito herido de Frida, así me quedé.
“Recién que me casé con Manuel nos fuimos a Oaxaca, donde vivimos desconectados de todo el mundo. Manuel ya tenía su camarita. Compramos unas cazuelas que allá les llaman paxtles; les hicimos unos agujeritos para lavar los negativos y alquilamos un cuartito feísimo y lo convertimos en nuestro cuarto oscuro. Manuel me tenía de chícharo. ‘Lávale, sécala y muévele.’ Lo único que oía yo de él era: ‘Tú muévele, nomás muévele’. Después de dos años y medio dejamos nuestro famoso cuarto oscuro y nos venimos a México, porque ya iba a nacer nuestro hijo Manuel. Fue cuando empecé a conocer a Villaurrutia, a Julio Castellanos, a Pepe Gorostiza, a Juan de la Cabada, a Rufino Tamayo y a María Izquierdo. Conocer a esa gente es lo que tengo de deuda con la vida, ese privilegio; aunque al principio sólo me animé a escuchar sin decir palabra. Xavier Villaurrutia, tan cáustico, tan esotérico, me daba miedo. Me la pasé muda como dos años, aunque todos se mostraron tan cordiales, tan cariñosos con nosotros, que más tarde nos convertimos en grandes, pero grandes amigos. Ellos buscaban a Manuel para pedirnos alguna foto. Tamayo venía casi a diario, Julio Castellanos, Villaurrutia también, y José Clemente Orozco nos pedían también alguna cosa de fotos; con ellos adquirí lo que considero la riqueza de mi vida, porque al ver que algunos, además de genios eran grandes seres humanos, me hice espiritualmente rica y nunca más volví a preocuparme por la riqueza. Conozco a personas que me dicen: ‘Qué guaje eres, de veras, Lola, porque no tienes dinero y podrías ser rica, porque has conocido a la gente más importante de México’ ¿Qué dinero podría darme la felicidad que me dio el trato con ellos?”
* * *
“Mira, yo le ayudaba mucho en la cosa de laboratorio a Manuel, porque estuvo enfermo y se pasó un tiempo sin poder trabajar. Como estábamos brujas, conseguí una chamba de artes plásticas en la Secretaría de Educación, y Julio Castellanos y Julio Prieto y Agustín Lazo me ayudaron a prepararme. ‘Mira, Lola, das la clase así y asado, y dices esto y lo otro.’ Tuve que presentarme al examen, y cuando llegaba a la casa de dar la clase, como Manuel estaba muy malo, me decía: ‘Métete al cuarto oscuro y mete a revelar y a hacer copias’. Yo lo hacía, pero lo consideraba a él siempre, como lo sigo considerando hasta la fecha, arriba de mí, y no me daba cuenta de que yo también podía hacer las cosas. Cuando me separé de él, yo no sabía que estos cinco dedos ni que esta mano podía servirme de algo; yo creí que sólo funcionaba a través de él.
“A Manuel Álvarez Bravo lo conocí cuando estábamos los dos muy chiquillos, y jugamos mucho juntos y se juntaron nuestras dos familias, bueno la mía no tanto, porque a mí se me habían muerto mis papás. Mi mamá murió cuando yo tenía tres años y mi papá me tuvo muy consentida. Hubo una época en que ni siquiera iba a la escuela para estar siempre con mi papá, y me hice mimosísima, muy cariñosa. Mi papá se murió en un tren viniendo de Veracruz; se nos quedó muerto en lo más alto de las Mil Cumbres, y yo me quedé en el gabinete del tren sentada frente a él y de repente no más vi que se hacía así y se caía. Yo no sabía qué era la muerte, ni me sospechaba nada de muerte, ¿verdad?, y sólo le jalé la bata preguntándole: ‘¿Qué quieres? ¿Qué quieres?’ me entró miedo y bajé corriendo del tren, pero no le avisé a nadie, porque todo se me borró; ni vi a nadie, ni gente ni nada, pero los que me habían visto me siguieron: ‘¿Qué le pasa a esta niña?’ Yo tenía nueve años y se había muerto mi papá. Me encerraron en otro gabinete y yo seguramente lloraba como loca, porque nada más recuerdo que me decían: ‘Cállate, Cállate, cállate’. Perdí la noción de todo, y hasta los tres días volví a la realidad, y ésta fue terrible, porque tuve que vivir con una gente rígida y áspera, una cuñada que hizo que mi vida cambiara radicalmente.
“Cuando me casé con Manuel empecé a ser otra gente; yo estaba muy feliz, muy encantada, y creía que yo era un dedo o una pata de él o alguna cosa así, creía que si una gente te decía ‘te amo’ era porque te amaba, ¿verdad?, y que si no, te decía ‘mira, ya no te quiero, adiós, ahí nos vemos’, pero no me lo dijo, sino que me fui dando cuenta que era un súper tenorio y un súper tenorio bastante descaradito, y dije no, hasta aquí ya estuvo bueno, porque además yo ya había llegado a conocerme, a saber lo que yo quería y podía aguantar, y hay algo que no puedo compartir y ese algo son las gentes y le dije: ‘No, pues las cosas ya llegaron a lo duro, yo ya me voy. No Manuel, mira yo ya me voy’.
“Después hubo un intento de reconciliación. Me dijo... fíjate qué chistoso: ‘Mira, Lola, tu dejas tus chambas, no vuelves a trabajar, sales una o dos horas a la semana a comprar lo del mandado y dejas a todos tus amigos’. Le respondí: ‘Muy bien, ¿a cambio de qué? ¿Tú vas a dejar todo?’ ‘Ah no, yo seguiré haciendo lo que me da la gana, porque para eso soy hombre’. Le respondí: ‘Mira, Manuel, como eso ya sé que no lo voy a aguantar, mejor allí la dejamos’. ¿Te imaginas nada más que cosa tan dispareja? ¿Verdad que parece inconcebible que un hombre tan extraordinario, tan inteligente y valioso como Manuel fuera así? Fíjate nada más, proponerme semejante tontera. Y era inteligentísimo, tú lo has tratado, yo lo admiro mucho como artista, y te digo un secreto, lo amo todavía pero en mi panteón particular. Tengo un panteoncito aquí adentro, donde toda la gente que he querido y me hace algo, la entierro. Por eso yo admiro a las parejas de hoy que saben vivir sobre una base de extraordinaria confianza el uno en el otro, de sinceridad, de seguridad mutua: parejas en las que el hombre y la mujer cada uno se desarrollan en su campo como la de Luis y Lya Cardoza y Aragón, Carito y Raoul Fournier y otras.”
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Con Manuel Álvarez Bravo se inicia la fotografía moderna de México. Él funda una escuela de fotografía muy madura, muy importante que trasciende fuera del país. Weston se fue pronto de México y Tina Modotti no acabó de realizarse. Ahora que escucho la opinión de los fotógrafos jóvenes siento que desgraciadamente tienen razón. Tina es más leyenda que fotógrafa; los jóvenes ven la obra fríamente y no les conmueve; Weston, en cambio, abrió las puertas a un mundo distinto. A Tina, la vida no le dio el tiempo de trabajar más aquí, en México, y de robustecer su obra. No fue falla de ella, como fotógrafa, fue falla de la vida. Tina en mí influyó mucho
, rememora Lola Álvarez Bravo.
“Cuando tomo una foto y la revelo, voy viendo cómo va saliendo y digo: ‘Ay, qué bonito viene; que no se me empañe este blanco, no vaya yo a perder la transparencia’, y estoy dale y dale, muévele y muévele a la cubeta, y cuando la meto en el fijador es cuando me doy cuenta: ‘qué bonita me quedó’ o ‘qué mal, no me gustan los blancos, voy a volver a hacerlo’, y otra vez a muévele y muévele. Tina Modotti era muy benévola en sus juicios, muy estimulante; buscaba lo bueno de los demás. Al ver una foto decía: ‘Ah, qué precioso te salió este blanco’. ‘Ah, este muro tiene varias texturas, está muy logrado.’ Sus críticas eran positivas.
“Cuando yo estaba recién separada de Manuel, Héctor Pérez Martínez me llamó y me dijo: ‘Oiga, Lola, yo quiero que venga aquí a la Secretaría y me diga qué sirve de fotografía y que no sirve de las muchas cosas que hay aquí en Educación, para que lo que no sirve lo pueda tirar, porque no sé para qué están todas estas cosas’. Yo le hice un inventario, listas y listas de montones de fotografías revueltas y le dije: ‘Mire, Héctor, todo lo que está de este lado es útil, todo lo que está de aquel no sirve para nada’. Y me respondió: ‘Muy bien, hágame favor de decirme qué es lo que le hace falta, porque desde ahorita está usted trabajando conmigo’. Empecé a temblar de arriba abajo y esa noche tomé mi primera fotografía en la Secretaría de Educación, en una feria del libro. Yo era muy insegura.
“Mira, cuando tomé mi primera fotografía, yo, yo solita, me tuvieron que detener los brazos Julio Castellanos y Julio Prieto de tanto que me temblaban. Tenía yo unos nervios y un susto como no te imaginas. Lloraba yo de los nervios, pero me impuse, tenía la necesidad de sobrevivir; además te confieso que desde chica, con mi padre, pensé que yo tenía que hacer algo que no fuera común y corriente, aunque me educaron muy mal, me educaron para todo lo inútil, para servir el té, poner los mantelitos... y tuve un momento de rebelión cuando quisieron que aprendiera piano, y les dije: ‘No, eso de irles a tocar a fiestecitas de mensa y toque y toque mientras lo otros bailan, no, yo prefiero bailar’. Así empezó mi carrera. Llegué a ser jefa de fotógrafos de la Secretaría de Educación gracias a Héctor Pérez Martínez, y siempre fueron muy atentos conmigo.
“López Mateos, Presidente, se atravesaba para saludarme, Echeverría también, todos, todos, todos.
“¿Sabes lo que me da gran satisfacción? Haberme sabido bastar a mí misma, cosa que no se estilaba en mi época. Para mí es motivo de orgullo saber que vivir de mi trabajo, que nunca comercié con nadie ni con nada, que lo poco que tengo es porque me lo gané, porque yo era un burro vendado. Ahora soy un burro sin venda, al menos eso. Tamayo decía que parecía yo una monja de joven, y en efecto, me bajaba el vestido hasta el tobillo y cuando todos iban a algún cabaret, Manuel decía: ‘Ah no, primero voy a dejar a Lola a la casa, porque Lola no entra allí’, y yo así, mensa, mensa, porque ya te digo, dizque a mí me habían educado muy bien, pero lo que más me satisface es que Manuel pensara: ‘Esta fiera no va a poder vivir sin mi’, y ahora tenga que decirse a sí mismo: ‘Pues sí, pues ya pudo vivir sin mí’. Qué bueno que tuve tantito seso y tantita capacidad, ¿verdad?”
En alguna exposición de pronto aparece Lola Álvarez Bravo con sus perlas barrocas al cuello, unas perlas con un oriente parecido al de su pelo blanco perfectamente peinado y cubierto de reflejos azules que la hace parecer un personaje imperial de la corte de los zares, alguna gran duquesa altiva y atildada. En Estados Unidos, la llamarían blue lady. Resulta que además de su natural distinción, Lola Álvarez Bravo es un ser cálido y querendón, repleto de anécdotas sabrosísimas: una mujer trabajadora que ha sabido bastarse a sí misma cuando en su época la mayoría de las mujeres se colgaban de sus maridos como la miseria al mundo.