or tercer año consecutivo, la revista Forbes incluyó al narcotraficante Joaquín El Chapo Guzmán Loera en su listado de personajes más poderosos del planeta. Su inclusión en ese ranking tiene como contexto el creciente protagonismo que en tiempos recientes le han conferido medios y autoridades de Estados Unidos entre las potenciales amenazas a la seguridad de ese país: hace unos días, el Departamento de Justicia del vecino país difundió un documento en el que se afirma que la organización del Chapo Guzmán controla la mayor parte del trasiego ilícito de drogas en territorio estadunidense y se le califica como una amenaza a la seguridad de ese país; recientemente, The Washington Post aseguró que la impunidad con la que opera el capo mexicano provoca desesperación
en la administración calderonista, la cual habría creado cuerpos especiales de marinos, soldados y policías federales para dar con su paradero, información que no fue oficialmente desmentida por el gobierno mexicano; ayer, el jefe en Chicago de la agencia antidrogas de Estados Unidos (DEA), Jack Riley, se refirió a Guzmán Loera como el criminal más peligroso del mundo
, y la propia Forbes lo ha ubicado, tras la muerte de Osama Bin Laden, como la persona más perseguida del planeta
.
Por lo pronto, el gobierno de Washington parece dirigir sus acciones en contra de presuntas redes de delincuentes al servicio del Chapo en su propio territorio, como lo indica la detención, registrada ayer en Arizona, de 76 individuos –tanto mexicanos como estadunidenses– supuestamente ligados al cártel de Sinaloa.
Independientemente de la relevancia de Guzmán Loera en el mundo delictivo, su conversión en símbolo del narcotráfico internacional y el afán de las autoridades de Washington por colocarlo como amenaza a la seguridad de Estados Unidos constituyen signos ominosos para México, como se desprende de la historia de violaciones a soberanías y atropellos que han acompañado las cruzadas de ese país para eliminar a quienes considera sus enemigos
: hace una década, el gobierno de George W. Bush erigió a Osama Bin Laden y a Al Qaeda en las principales amenazas a la seguridad de ese país y del mundo y, con el pretexto de neutralizar al primero y desmantelar a la segunda, invadió Afganistán y causó un saldo injustificable de muerte y destrucción. Algo similar ocurrió con la invasión de Panamá en 1989, efectuada con el propósito de derrocar y capturar a Manuel Antonio Noriega –quien se había desempeñado como estrecho colaborador de la CIA en Centroamérica–, que dejó un saldo de entre tres mil y cinco mil muertos. En México, sin ir más lejos, el gobierno de Woodrow Wilson lanzó en marzo de 1916 una expedición punitiva en represalia por el ataque de las fuerzas de Francisco Villa a una guarnición militar en Columbus, Nuevo México.
Es de temer, pues, que el creciente interés de las autoridades estadunidenses por la captura del Chapo lleve a un mayor injerencismo militar, policial y diplomático en territorio mexicano. Por lo demás, y sin ánimo de sugerir impunidades ni tolerancias, debe decirse que, por sí misma, la captura de un capo de la droga, por relevante que sea, no necesariamente representa un paso adelante en el combate al narcotrático, pues no incide ni poco ni mucho en las condiciones económicas y sociales ni en los escenarios financieros internacionales que otorgan al negocio ilícito del trasiego de drogas una rentabilidad desmesurada.
Más allá de las consideraciones anteriores, la inclusión de Guzmán Loera en los listados de los individuos más ricos y poderosos del planeta obedece a una inocultable lógica neoliberal: por amplio que resulte su expediente criminal, este narcotraficante sinaloense y otros de su mismo tipo son emprendedores que han sabido aprovechar las ventajas y oportunidades del sistema económico vigente –desregulación, privatización, extremo adelgazamiento del Estado, globalización económica, libre comercio, tasas altísimas de desempleo real, abandono y marginación de grandes regiones– y que han operado la aplicación más extrema de las fórmulas del éxito impulsadas por la ideología dominante: búsqueda de la rentabilidad máxima, retorno rápido de la inversión, acumulación y concentración feroz de la riqueza y eliminación despiadada de la competencia.