ace dos días, el gobierno de Estados Unidos subió el tono de sus amenazas contra Irán: la embajadora de Washington ante la ONU, Susan Rice, dijo que una intervención militar es una opción real que está creciendo
, y el presidente Barack Obama anticipó sanciones de enorme fuerza
contra la república islámica. Ayer, la Unión Europea informó su decisión de recrudecer las medidas de presión económica y política contra el régimen de Teherán, para que vean que hablamos en serio
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El pretexto de esta hostilidad renovada es la publicación, hace una semana, de un informe elaborado por la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) en el que se acusa a Teherán de haber realizado la década pasada actividades de desarrollo de armas nucleares que pueden estar en marcha aún
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Más allá de las simpatías o antipatías que pueda generar el régimen iraní, y sin desconocer que la posesión de armas atómicas por ése o cualquier otro gobierno es peligrosa e indeseable, el hostigamiento de Occidente resulta moralmente insostenible. Aun si fuera cierto que la república islámica decidió sumarse a la carrera armamentista en la que se han involucrado diversas potencias medias y regionales, dicha decisión se explicaría en buena medida como consecuencia del unilateralismo, la arbitrariedad y el carácter depredador y violento de la política exterior de Washington, rasgos que no han sido atenuados pese a las promesas iniciales del actual gobierno. La doctrina de la guerra preventiva
acuñada por la administración de George W. Bush, y aplicada con resultados devastadores en Afganistán e Irak, lejos de impedir la proliferación de armas de destrucción masiva la ha fortalecido, y hoy es posible constatar que la guerra de la Casa Blanca contra el segundo de esos países fue posible precisamente porque el régimen de Saddam Hussein carecía de esa clase de armamento, y no, como alegó Washington hace casi una década, porque lo poseyera.
En una circunstancia en la que la mayor potencia militar del orbe se ha concedido la autorización para invadir naciones soberanas sin que exista una agresión previa, es lógico que los países catalogados arbitrariamente de enemigos
por la Casa Blanca y el Pentágono se vean forzados a desarrollar medios de disuasión ante posibles agresiones estadunidenses o europeas. Tal es el caso de Corea del Norte –cuyo gobierno ha realizado ensayos atómicos desde hace más de dos años– y podría ser, de ser ciertas las acusaciones de la AIEA, el de Irán.
Por otra parte, la postura de Washington y Bruselas reviste una doble moral inocultable, al condenar y amenazar al régimen de Teherán y no hacer otro tanto con el de Tel Aviv, el aliado estratégico de Washington en la región: es inevitable recordar, a la luz del reciente informe de la AIEA sobre Irán, que Israel ha sido excluido de manera inexplicable del Tratado de no Proliferación Nuclear y que ha logrado evadir las inspecciones de ese organismo, pese a que desde hace décadas posee, de acuerdo con información fundamentada y nunca desmentida por las autoridades israelíes, el único arsenal atómico de Medio Oriente. Por añadidura, en contraste con el historial de Irán –intervenido por Estados Unidos durante las primeras siete décadas del siglo pasado, atacado posteriormente por Irak, entonces con anuencia estadunidense, y hoy de nuevo hostilizado por Washington y sus aliados–, Israel cuenta con amplios antecedentes como potencia agresora y violadora consuetudinaria de la legalidad internacional.
Para que las advertencias formuladas por Estados Unidos y sus aliados occidentales a Irán tuvieran un mínimo sustento, deberían ir acompañadas por las correspondientes inspecciones del organismo atómico de la ONU en territorio israelí y, antes que hostigar a la república islámica por armas atómicas cuya existencia no ha podido probarse –por lo menos hasta ahora–, esas autoridades tendrían que demandar el desmantelamiento de la panoplia atómica del Estado hebreo y de los otros países que –como India y Paquistán– construyeron en su momento arsenales similares sin que Washington y Bruselas movieran un dedo.
En la medida en que esto no ocurra, las posturas referidas constituyen una nueva muestra de hipocresía de los gobiernos occidentales, los cuales auspician con una mano movimientos opositores –así sean armados– contra regímenes como el libio y el sirio, y hostilizan al gobierno de la república islámica, mientras solapan con la otra a dictaduras no menos impresentables, como las que gobiernan Marruecos y Arabia Saudita, y alientan el espíritu depredador e incluso genocida del régimen israelí. Con tal actitud, Washington y sus aliados conseguirán extender y multiplicar en el mundo islámico expresiones de encono antiestadunidense similares a las que se expresaron, en forma particularmente atroz, en los atentados del 11 de septiembre de 2001.