ctivistas sociales, organizaciones de la sociedad civil, miembros de la academia y de la clase política y ciudadanos aislados dieron ayer un paso fundamental frente al paroxismo de violencia y barbarie que se desarrolla en el país. Contenida en un expediente de 700 páginas, y con el respaldo de más de 23 mil firmas, la denuncia interpuesta formalmente en la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya podría llevar, en meses próximos, a que la fiscalía de ese tribunal investigue –en caso de que lo juzgue procedente– la comisión de crímenes de guerra y de lesa humanidad en nuestro país en el contexto de la guerra contra el narcotráfico
, e incluso a que establezca algún tipo de responsabilidad contra los inculpados, entre quienes figuran, además del titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, los secretarios de Seguridad Pública, Genaro García Luna; de Defensa Nacional, Guillermo Galván, y de Marina, Francisco Saynez, así como el presunto líder del cártel de Sinaloa, Joaquín El Chapo Guzmán.
En primer término, resulta lamentable que grupos de la sociedad hayan tenido que recurrir a una instancia internacional para solicitar el esclarecimiento y la investigación de delitos cometidos en territorio mexicano, ante la falta de capacidad o de voluntad del sistema de justicia local para analizarlos. Como ha señalado el abogado Netzaí Sandoval –el encargado de presentar la denuncia ante la CPI–, algunos de los crímenes documentados en el citado expediente –ya sea por elementos de las fuerzas públicas o por miembros de las organizaciones delictivas– ni siquiera están tipificados en el Código Penal, y a ello debe añadirse la persistencia del fuero militar, que suele traducirse en impunidad y falta de transparencia a la hora de juzgar delitos cometidos contra civiles.
Resulta claro, por otra parte, que el elevadísimo costo de la guerra contra el narcotráfico
–más de 50 mil muertos, 230 mil desplazados y más de 10 mil desaparecidos– es reflejo de una distorsión y perversión de varios de los fundamentos del marco legal mexicano, como los principios de presunción de inocencia, de separación de poderes y de atribuciones constitucionales de las fuerzas armadas, pero también de la violación sistemática de postulados humanitarios fundamentales: aun si se diera crédito a la especie de que la mayoría de las víctimas pertenecieron a las filas de la delincuencia, no hay razón para que el Estado renuncie, con base en esos argumentos, a su tarea fundamental de garantizar la integridad física y la vida de las personas; para porfiar en los procedimientos ya habituales que prescinden de órdenes de captura y de allanamiento, ni para legitimar el accionar cada vez más discrecional y arbitrario de las corporaciones civiles y militares.
A estas tendencias inaceptables y peligrosas ha de agregarse un incremento en el número de asesinatos de personas incuestionablemente inocentes. Tal sería el caso de los cadáveres hallados anteayer en Guadalajara, la mayoría de los cuales no contaba con antecedentes penales, así como el de los miles de migrantes centro y sudamericanos que han sido secuestrados por grupos de la delincuencia organizada en colusión con autoridades; de los cientos de personas que han perecido, en condiciones casi nunca esclarecidas, en el marco de las confrontaciones entre efectivos gubernamentales y pistoleros de las organizaciones delictivas, en retenes militares o en simples equivocaciones y confusiones. Mucho más estremecedor resulta el dato proporcionado por la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, que ubica en 4 mil el número de niños muertos en el presente sexenio, amén de los 3 mil 700 huérfanos y de los más de 400 infantes que –según ese mismo organismo– han sido reclutados por las organizaciones delictivas.
En suma, las estrategias oficiales que buscaban –se dijo en un inicio– el fortalecimiento de la seguridad pública y del estado de derecho han logrado los resultados exactamente opuestos: zozobra generalizada en extensas regiones del país y suspensión de facto de postulados fundamentales de la legalidad y de los derechos humanos de connacionales y extranjeros. Es inevitable concluir que los encargados de la estrategia, empezando por el jefe del Ejecutivo y algunos miembros de su gabinete, tienen algún grado de responsabilidad por ese deterioro. Por ello, la colocación de la circunstancia nacional bajo la mirada de la CPI es un paso pertinente y necesario y cabe esperar que la labor de ese organismo no se vea desvirtuada por las previsibles presiones y resistencias del gobierno mexicano.