uando un gobierno es incapaz de atender las demandas de un pequeño sector de la población sin recurrir a la represión, estamos en el deber y en la obligación de señalar el fracaso del Estado para cumplir con el cometido que el siglo XXI le asigna. Cada vez que la fuerza pública sacrifica la vida de un ciudadano cuyo delito no es sino el de requerir, con tino o sin él, el cumplimiento de sus derechos, México retrocede al abismo y algo muy importante se quebranta en las relaciones entre la sociedad y el Estado. Hubo un tiempo en que, para imponerse como poder autónomo, el Estado ejerció sin contemplaciones la violencia legítima
con el objetivo inmediato de suprimir las oposiciones, es decir, todos aquellos conflictos que a juicio de los gobernantes ponían en riesgo la estabilidad nacional. Mientras, la autoridad fomentaba las reformas que, en teoría, debían mejorar la situación de las clases desposeídas y repartir los manes del desarrollo. Esa era la esencia del viejo presidencialismo revolucionario, la raíz de su condición a la vez paternalista y autoritaria que, dicho sea de paso, impidió crear una sociedad y una cultura más igualitaria.
El movimiento estudiantil de 1968 puso a prueba el principio de autoridad y la validez de ese arreglo, y por ello fue aplastado sin misericordia, pero ya nada sería igual para el Estado de la Revolución institucional. El movimiento actualizó el tema de la democracia y si bien se iniciaba un nuevo ciclo histórico, tuvieron que pasar años y grandes sacrificios para alcanzar algunas metas democráticas, logradas tan despacio –y tan a modo de los intereses privilegiados– que la transición se pierde en el tiempo, como algo inacabable, que se despliega al modo larvario, dentro del cascarón autoritario donde se incuba y a veces es devorada.
La constitución de un nuevo sujeto, es decir de ciudadanos, partidos, instituciones, aunados por una misma cultura política fundada en el respeto mutuo y la tolerancia sin desmedro de la pluralidad, se llevó a cabo sin un gran acuerdo nacional, arrancando paso a paso los pequeños avances legales y dejando islotes intocados del viejo autoritarismo. Poco a poco se acepta la igualdad en las formas, pero a cambio se profundiza la desigualdad real en la sociedad. En vez de la vieja ideología en crisis, se construye una visión donde se sacraliza la ilusión modernizante, las fantasías de una clase dirigente volcada a servir como peón de brega en el tablero general de la globalización.
A la naciente democracia se le recortan las alas populares; se le impone la camisa de fuerza de una reforma del Estado excluyente que cede la iniciativa a las elites, se observa como un contrasentido la expresión directa de las mayorías, cuyos intereses quedan a la deriva, sin representación directa, mientras se estigmatiza el conflicto entre la calle
y el Congreso, pero a pesar de todo ya no se puede matar estudiantes impunemente en nombre de la paz pública: casi no queda espacio político y moral para la coartada que suele lanzar contra las víctimas el peso de la prueba, la asunción de la responsabilidad final resumida en el inmisericorde ellos se lo buscaron
que puebla la mente estrecha de una franja que, en nombre de la seudomodernidad, demuestra su cínica sensibilidad y pide mano dura.
Al colapsarse los instrumentos de la mediación y la ley para resolver los problemas entramos –o no dejamos de estar– en los territorios próximos a la barbarie. Tal vez en otro país tal afirmación pudiera parecer aventurada, pero en México, con 50 mil muertos sin rostro y sin nombre, no podemos darnos el lujo de hacer como si el asesinato de estudiantes a manos de policías fuese un dato más en la ignominiosa estadística de la vergüenza. Si es insostenible la represión como recurso para solucionar
un conflicto educativo como el planteado por los normalistas de Ayotzinapa, más lo es cuando la autoridad confunde la protesta social con los hechos delictivos y, por tanto, merece un trato semejante o peor al que se le da a la delincuencia. Podrán decir lo que quieran; que si hubo una provocación, que si la responsabilidad directa es de esta o aquella policía, pero lo cierto es que hubo ineptitud para controlar la situación. Y ahora, no obstante la ausencia de profesionalismo demostrada, lo estamos viendo, habría que añadir el oportunismo ilimitado que ya busca hacer de la tragedia un elemento activo de la campaña presidencial, sin respeto alguno por las víctimas.
El fracaso del Estado mexicano (no de un gobierno o de un partido) en este punto se puede medir también por la incapacidad que se ha probado con creces para enfrentar la cuestión de fondo que subyace en esta tragedia: la pobreza, el atraso secular de una región que ve pasar programas de ayuda sin que se produzca el cambio estructural que los aleje de la violencia en cualquiera de sus formas. En lugar de ajustar a las necesidades del desarrollo humano actual las normales rurales, creadas por Cárdenas para servir de palancas del progreso social en regiones rurales olvidadas, la autoridad, alentada por la indigna dirigente del magisterio, procura asfixiarlas. ¿Porqué en lugar de gastar ingentes recursos en ayudas focalizadas no se ha desplegado en La Montaña el plan integral con el que soñaron Othón Salazar y otros luchadores sociales guerrerenses, es decir, un proyecto que de veras multiplique y potencie los esfuerzos de las comunidades para mejorar productiva y socialmente, dándole a la educación el sitio que merece y hoy, por desgracia, no tiene? ¿Por qué, pese a la atención federal Guerrero no se transforma y, por el contrario, se convierte en botín de los productores de amapola y otros cultivos ilícitos? ¿Por qué satanizar en ese contexto la abandonada enseñanza normalista rural sin ofrecerle la oportunidad de servir aprovechando lo que les queda de la tradición originaria: la fidelidad al pueblo del que surgen? Detrás de las balas asesinas está el desprecio clasista, la inquina discriminatoria, la cultura autoritaria que subyace bajo la máscara democrática. Eso es lo que debe cambiar. Pero se olvidan de la historia.