poco más de dos semanas de que culminó oficialmente el retiro de tropas estadunidenses en Irak, una nueva ola de atentados –los más sangrientos desde los bombazos del pasado 22 de diciembre– en varias zonas de esa nación dejó un saldo de por lo menos 73 muertos y decenas de heridos. En la ciudad de Nasiriya, un ataque suicida en medio de una peregrinación provocó la muerte de unas 45 personas, según autoridades locales; en la capital, Bagdad, cinco atentados con autos bombas en los barrios chiítas de Kazimiya y Sadr City dejaron una veintena más de decesos.
Tales hechos son una lamentable demostración adicional de que, tras casi nueve años de invasión de Washington y sus aliados en Irak y a pesar de las afirmaciones del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, de que sus tropas dejaban un país estable y autosuficiente
, esa nación no ha logrado recuperar la convivencia pacífica ni la normalidad institucional: lo primero queda de manifiesto con el recrudecimiento de la violencia tras la salida del ejército estadunidense de territorio iraquí; lo segundo, con la crisis política desatada a raíz de que el primer ministro de ese país, el chiíta Nuri al Maliki, acusó al vicepresidente Tariq al-Hachemi, de origen sunita, por presuntos actos de terrorismo, y responsabilizó a las autoridades de la región autónoma de Kurdistán de encubrirlo, con lo que se produjo una virtual fractura del pacto, suscrito en 2010, que estatuía un ejercicio del poder compartido entre las tres distintas facciones que coexisten en Irak.
A posteriori, ha quedado claro que la invasión ilegal, injustificable y bárbara emprendida por George W. Bush, y continuada hasta diciembre pasado por su sucesor, no sólo arrojó un saldo incalculable en pérdidas materiales y vidas humanas, sino también arrojó combustible al fuego de una confrontación sectaria que provocó centenares de miles de muertes entre 2003 y finales del año pasado, y que hoy, a la salida de las tropas estadunidenses, persiste y se intensifica.
Desde hace tiempo, diversos analistas han señalado que la proliferación de cruentos atentados en las principales ciudades de Irak ha ocurrido impulsada por los propios invasores con el fin de dividir a la sociedad iraquí, debilitar cualquier intento de resistencia y generar justificaciones para prolongar la ocupación. Tal hipótesis se ve reforzada por la política de alianzas establecida por Washington durante la permanencia de sus tropas en Irak: mientras ese gobierno expresaba, en el discurso, un rechazo tajante a negociar con grupos del fundamentalismo islámico, hacía componendas con facciones que bien pueden entrar en esa caracterización, como las organizaciones chiítas opositoras al partido Baaz, formación política de corte secular, predominantemente sunita y sostén principal del depuesto régimen de Saddam Hussein.
El caso de Irak resulta, pues, emblemático de los efectos nocivos de la doble moral que caracteriza a Estados Unidos cada vez que se involucra en un conflicto internacional. Si Washington sembró durante nueve años división y encono entre la población iraquí –además, claro, de muerte y devastación material–, no cabe llamarse a sorpresa de que hoy prevalezca una cosecha de violencia y barbarie en ese país. Ante la evidencia de esa dinámica perversa, la comunidad internacional tiene un elemento adicional para condenar y rechazar tajantemente los sempiternos afanes belicistas y colonialistas de la superpotencia.