l testimonio videográfico dado a conocer esta semana, en el que puede verse a cuatro infantes de marina estadunidenses que orinan sobre los cadáveres de tres presuntos talibanes afganos, ha causado repulsión y escándalo en la opinión pública de Occidente; el propio portavoz del Pentágono, el capitán John Kirby, calificó el comportamiento de los soldados de su país de asqueroso, monstruoso e inaceptable
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Al igual que ocurrió tras la revelación, en abril de 2004, de los crímenes que perpetraba el Pentágono en el campo de tortura y exterminio montado en Abu Ghraib, Irak, ahora Washington se rasga las vestiduras ante la difusión del video referido, anuncia una investigación y arguye, en voz del secretario de Defensa, Leon Panetta, que los actos de ensañamiento de sus soldados son totalmente inapropiados para los militares estadunidenses y no reflejan las normas o los valores que nuestras fuerzas armadas han jurado defender
. Sin embargo, Wa-shington ha permanecido impasible ante la difusión de crímenes tanto o más agraviantes perpetrados por su aparato militar, como las condiciones de secuestro en las que se ha mantenido por años a varios centenares de individuos en el campo de concentración de Guantánamo, la red aérea montada por la CIA y el Pentágono para el trasiego de desaparecidos –presuntos combatientes enemigos
capturados– a lo ancho de tres continentes, a fin de transportarlos a centros clandestinos de tortura, o las atrocidades contra civiles iraquíes y afganos retratadas en documentos divulgados por Wikileaks el año antepasado.
Significativamente, Bradley Manning, el soldado al que se acusa de haber entregado esos materiales al portal fundado por Julian Assange, enfrenta cargos mucho más severos que los imputados contra unos pocos militares estadunidenses de baja graduación, violadores de derechos humanos en Irak y Afganistán.
Por otra parte, sin afán de minimizar la repugnancia que causa el ritual primitivo y procaz protagonizado por los infantes de marina, es pertinente señalar que ocurre en el contexto de una monstruosidad mucho mayor, que es la invasión, destrucción y ocupación de Afganistán por la superpotencia, agresión bélica iniciada hace más de 11 años y aún en desarrollo. En el curso de esa incursión, el gobierno de Estados Unidos y sus aliados han matado a decenas o centenares de miles de afganos, tanto combatientes como civiles inermes –niños, ancianos y mujeres entre ellos– en el afán de vengar los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 perpetrados por Al Qaeda en Nueva York y Washington.
Además, los aspavientos del gobierno de Estados Unidos ante el hecho referido resultan una muestra de hipocresía y simulación si se considera que en las academias militares de la superpotencia se han preparado muchos prominentes violadores de derechos humanos que han actuado en prácticamente todo el mundo; que el anterior ocupante de la Casa Blanca legalizó algunas prácticas de tortura y que el despliegue de crueldad para la aniquilación física y moral del enemigo forma parte del entrenamiento regular de los cuerpos especiales –como son los marines estadunidenses– en muchos países.
Es oportuno recordar, en el caso de México, que el núcleo inicial de Los Zetas –una de las organizaciones delictivas más despiadadas y sangrientas– estuvo formado por integrantes del Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales (Gafes) del Ejército. De allí egresó el recientemente capturado sicario y pozolero José Abelardo Lemus, alias La Culebra, quien admitió haber participado en medio centenar de ajusticiamientos y dijo haber recibido entrenamiento, entre otras cosas, en tácticas de terror
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En realidad, lo verdaderamente asqueroso, monstruoso e inaceptable
, para decirlo en palabras del vocero del Pentágono, es la guerra como recurso de la política, la economía, los negocios o el pretendido fortalecimiento de la legalidad. Es el caso, por supuesto, de la agresión neocolonial emprendida y mantenida por Washington y sus socios contra una nación de por sí devastada por conflictos bélicos anteriores y hundida en la marginación, la miseria y la ignorancia.
Como ocurrió en la extinta Yugoslavia, como sucede en Afganistán e Irak, como pasó en Libia y como ocurre en nuestro país, el inicio de un conflicto armado abre una caja de Pandora de la que puede esperarse cualquier hecho de barbarie, entre los cuales el más recientemente divulgado no es ciertamente el peor. Por ello, lo más sensato, lo más humano y lo más civilizado no es pretender que haya guerras con buenos modales, sino más bien, no iniciarlas.